El surgimiento del torrontés, actual cepa emblemática argentina para sus vinos blancos, fue posible por el cruce genético de dos variedades incorporadas durante el largo período colonial: uva negra y moscatel de Alejandría o uva de Italia (Agüero, 2003)
La uva negra (llamada uva misión en California, negra corriente en Perú, uva país en Chile y criolla chica en Argentina) fue la variedad predominante de la viticultura latinoamericana durante los 300 años de dominación colonial.
Los colonizadores españoles la introdujeron en el siglo XVI y a partir de entonces, logró una notable adaptación a los climas y suelos americanos. En Cuyo, la uva negra se comenzó a cultivar a mediados de esa centuria.
En cambio, el moscatel de Alejandría ingresó mucho más tarde. La evidencia documental muestra su presencia en Cuyo en el primer tercio del siglo XVIII, con principal polo de desarrollo en Mendoza. Más tarde llegó a Chile, Cuyos registros más antiguos corresponden al último tercio de esa misma centuria.
En la época colonial y hasta mediados del siglo XIX, esta variedad se llamaba uva de Italia; así figura en los documentos de ambos lados de la cordillera de los Andes y en las primeras ampelografías.
Posteriormente tomó más fuerza el nombre de moscatel de Alejandría (Alcalde, 1989). En los documentos oficiales de Chile y la Unión Europea de comienzos del siglo XXI, se considera sinónimos “moscatel de Alejandría” y “blanca de Italia” (Wine Agreement, 2003: 25).
De acuerdo al actual estado de las investigaciones sobre el tema, se puede afirmar que el principal centro de cultivo de uva de Italia de la región se localizó en Mendoza. A comienzos del siglo XVIII, los jesuitas ya se interesaban en esta variedad.
En el Libro del Gasto de Jesuitas de Mendoza, correspondiente a octubre de 1701, se registraron “dos botijas de vino y otra de lagrimilla de Italia y todo lo demás necesario para su avío de cosechas de Casa”.
Los jesuitas valoraban positivamente la uva de Italia y procuraron ensanchar el cultivo de esa variedad. Al realizar el balance de las mejoras realizadas en la viña entre octubre de 1701 y enero de 1703, el libro señala: “tiene la Viña antigua cultivada y con muchas tapias nuevas dentro de ella se plantó un pedazo que estaba sin cepas y entraron 1.300 plantas de uva de Italia”. Estas representaban cerca del 10% de las viñas de los jesuitas, al menos en esa localidad.
El moscatel de Alejandría no tardó en irradiarse hacia los viticultores laicos. En la década de 1730 comenzó a registrarse en diversas viñas cuyanas. En San Juan, la valerosa Juana Carrizo cultivó un parral de uva de Italia (1731).
En Mendoza, don Simón de Videla Pardo, en el terreno que aportó su esposa como dote, plantó un majuelo de 1.500 plantas de uva de Italia, tal como declaró en su testamento (1733).
Estos documentos demuestran la presencia de esta variedad en Cuyo en el primer tercio de siglo XVIII. Posteriormente, el moscatel de Alejandría atravesó la cordillera de los Andes y se propagó en las viñas y parrales chilenos.
Los viticultores jesuitas, los mayores de Mendoza, fueron entusiastas impulsores de Moscatel de Alejandría. Ellos no se conformaron con cultivarla en su viñas, sino que también promovieron sus cualidades.
Entre la campaña promocional de los jesuitas y la acción de los viticultores, se generó un ambiente estimulante para la expansión del moscatel de Alejandría en las viñas y parrales cuyanos.
Y la propagación de este vidueño en una región tan poblada de uva negra, generó las condiciones para el surgimiento de una nueva variedad: el torrontés.
La vid es una especie de cruzamiento abierto, altamente heterocigota. Los caracteres que contribuyen a que una cepa sea apetecible son poligenéticos y controlados por numerosos genes menores (Mullins et al., 1992).
De ahí que la única forma de conservar sus características sea mediante la propagación vegetativa (clonal) de las nuevas cepas. Esto fue, con certeza, lo que sucedió con el torrontés en sus inicios, es decir, un ejemplar fue propagado por décadas mediante estacas hasta lograr un número lo suficientemente alto de individuos que los hiciera destacable.
Estos procesos tuvieron similitudes y diferencias. El principal paralelismo fue la convivencia silenciosa e invisible de las cepas, confundidas con otras.
En tanto, la diferencia se encuentra en que el descubrimiento del carménère significó recuperar una variedad que se había conocido antes y se consideraba perdida, por lo tanto, ya tenía un lugar definido en las ampelografías antiguas y, como tal, poseía sus propias características y hasta su nombre (Pszczolkowski, 2004).
En cambio, el torrontés no tenía nada de eso. Cuando los viticultores lo encontraron entre las viñas cuyanas, no tenían una categoría en la cual encuadrarlo.
Desde el punto de vista teórico, esa cepa no contaba con descripción ampelográfica ni nombre. Simplemente no existía.
El torrontés comenzó a tener existencia posiblemente entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Durante un período que se puede estimar en unos cincuenta años, la nueva cepa prosperó mezclada con otras variedades en viñas y parrales cuyanos.
Convivió en silencio con ellas hasta que, poco a poco, los viticultores comenzaron a advertir que era diferente a las demás. Al no encontrar una referencia mejor entre las uvas criollas ni entre las francesas, estimaron que lo más parecido era el torrontés de la La Rioja española, y por este motivo comenzaron a llamarlo así.