En la actualidad existen leyes y sociedades destinadas a la protección de los animales. Aunque los abusos siguen siendo moneda corriente, echando una mirada hacia el pasado podemos quedarnos sin aliento al descubrir los maltratos que recibían estos seres, cuyo único defecto ha sido compartir el mundo con nosotros.
A principios del siglo XIX, los caballos sufrían todo tipo de atropellos. Comían muy mal y cuando no estaban trabajando eran hacinados en corrales a la intemperie. Existía una superpoblación de equinos, esto hacía que fuesen muy baratos y por ello no se los cuidaba como correspondía. El médico e historiador José Antonio Wilde señaló: “(...) era frecuente ver un paisano bajarse del caballo en medio del campo y degollarlo por haberse cansado y no poder andar más. Acto bárbaro, debido en parte a su modo de ser semi-salvaje, y en parte a la facilidad que toma de reponer su pérdida”.
Los maltratos se daban en todas las esferas sociales. Se sabe que a Juan Manuel de Rosas le gustaba torturar animales durante su infancia y adolescencia. Francisco Ramos Mejía lo especificó en una de las primeras biografías dedicadas al Restaurador: “(...) sus juegos en esta edad de la vida en que ni el más leve sentimiento inhumano agita el alma adolescente consistían en quitarle la piel a un perro vivo y hacerle morir lentamente, sumergir en un barril de alquitrán a un gato y prenderle fuego, o arrancar los ojos a las aves y reír de satisfacción al verlas estrellarse contra los muros de su casa”.
Estos actos se repetían sin la menor intervención de las autoridades y ante la mirada anonada de los visitantes extranjeros. Recién a principios de 1870 pueden observarse cambios y tomas de conciencia. A través de los diarios algunos ciudadanos comenzaron a citarse para subsanar la situación de las indefensas criaturas. Wilde transcribe en sus textos uno de estos anuncios: “Meeting. -Se pide la asistencia de todos los que simpaticen con su idea generosa, al que tendrá lugar esta noche, a las ocho, en el salón adjunto a la Iglesia Americana, calle Corrientes 214, para tomar en consideración el mejor medio de cortar los abusos inhumanos que cometen los carreros con sus animales en las calles de Buenos Aires”.
La situación de los perros era alarmante. Los había en gran número y se desplazaban por los caminos en jaurías. Las diversas administraciones buscaron eliminarlos de modo constante. En Buenos Aires a principios de 1820, entre las tareas de los presos estaba atraparlos y matarlos a garrotazos. En Mendoza la problemática generaba escenarios dantescos: el Cementerio de Guaymallén solía llenarse de sabuesos que desenterraban cadáveres y los arrastraban por las calles para alimentarse. Una de las respuestas fue repartir albóndigas envenenadas entre los perros -como leemos en un ejemplar de Los Andes de 1885-, otra consistió en establecer sitios para realizar las matanzas.
Fue esta época, fines del siglo XIX, un momento de inflexión en el trato de los animales.
En 1881 Domingo F. Sarmiento tomó el guante. “¡Si pudiera inventar una sociedad de seguros para los caballos! -escribió en “Páginas Literarias”-. Cada día ocurren veinte siniestros en la calle: un caballo con las patas al aire; los ojos hundidos por el dolor y la agonía bajo el peso de diez quintales del carro cargado que se apoya sobre sus pulmones. Un bárbaro dándole garrotazos en la cabeza y diez y veinte caníbales traídos por el espectáculo, silenciosos, gozándose en las peripecias de la tragedia en las calles de Buenos Aires”.
Para dar fin a semejante situación fundó -junto a otros ilustres- la primera sociedad protectora de animales del país, presidiéndola hasta 1885. Se reunían en su hogar, donde actualmente se encuentra la Casa de San Juan en Buenos Aires. No fue el único en aportar tiempo y recursos. Bartolomé Mitre -vicepresidente de la organización- usó su diario para realizar cualquier tipo de anuncio. Presentaron numerosos proyectos al Congreso para generar una ley que diera protección a los animales. La falta de respuesta llevó a Sarmiento a organizar una marcha a Plaza de Mayo con el fin de que se les diera tratamiento. El prócer no llegó a ver los frutos de su cruzada. Murió en 1888 y la medida se aprobó en 1891. En su honor, esta primera norma proteccionista llevó el nombre de Ley Sarmiento.
Paralelamente, en nuestra provincia, el movimiento comenzó a abrirse camino. En julio de 1887 Los Andes publicó una editorial contra las riñas de gallos: “Las riñas de gallos -leemos- son una de las diversiones que más choca con el espíritu del siglo. La gallomaquía y la tauromaquia son espectáculos que pervierten las costumbres, por cuya razón debían de ser prohibidos. El modo de divertirse de un pueblo, influye poderosamente en su propia educación (...). La civilización a establecido las sociedades protectoras de animales y en nombre de ella debe abolirse toda diversión que tenga por objeto gozar con la agonía de los seres vivos. En efecto, repugna la conciencia la manía de ir a pasar momentos de contento con los dolores de dos animales valerosos como son los gallos (...) hay personas que matan al animal que huye o que cae rendido en la pelea. ¡Pobre animal!”.
Claro que aún falta mucho por hacer en cuanto a la protección de los animales. Pero ser conscientes de estas primeras luchas proteccionistas, nos deja un mensaje positivo.