El papa Francisco es un modelo de referencia para aquellos votantes que desearían ser conducidos por un dirigente con sus aptitudes. Pero no es un modelo a imitar para los candidatos argentinos, que prefieren seguir gastando millones en un aparato propagandístico que oculte sus verdaderos intereses antes que concebir y practicar la política como un servicio.
Los líderes imaginan un futuro inspirador y se esfuerzan por concretarlo. La cultura jesuita animaba a concebir grandes deseos mediante la visualización de objetivos heroicos.
Los miembros de la Compañía de Jesús estaban movilizados por una consigna simple pero extremadamente energizante: el “magis” (más, en latín). Este ideal los alentaba a poner alta la mira y a mantenerse dirigidos hacia algo más, algo más grande. Es decir, el heroísmo radica en concentrarse en metas más grandes que uno mismo.
Como un verdadero líder jesuita, el Papa tiene claras sus prioridades. Sabe hacia dónde dirige los destinos de la Iglesia y de sus fieles. Ya la elección misma del nombre, “Francisco”, sintetiza las intenciones de su papado.
Por otra parte, la exhortación apostólica Evangelli gaudium ofrece un programa amplio y preciso de su pontificado. Además, en las homilías diarias en Santa Marta están presentes los grandes temas que lo desvelan: la paz social y la inclusión social de los pobres. En términos de estrategias de liderazgo, se puede decir que sabe por qué cosas querría ser conocido y recordado.
En contraposición, hoy, en nuestro país, la problemática del Gobierno y de la oposición pasa por el tema de las elecciones y, por lo tanto, el principal proyecto de los políticos es cómo se suceden a sí mismos. Todos quieren permanecer o llegar al poder pero no sabemos qué modelo de país, provincia o distrito tienen en sus mentes.
Hay que elegir el mal menor. Los candidatos casi no se diferencian entre sí. Es muy difícil identificarlos con una idea, una propuesta o un perfil específico. Nunca tendrían el apoyo popular que tiene el Papa, al cual los seguidores reconocen como líder indiscutible por sus atributos personales, que están en las antípodas de nuestros políticos.
Francisco es un hombre coherente. Su coherencia no sólo se circunscribe al presente, en el que la correspondencia entre palabras y gestos abunda; también lo avala su trayectoria: lo que Francisco hoy predica y hace es lo que predicaba y hacía Jorge Bergoglio. Esto se puede constatar a través del tiempo.
El ex cardenal ha dejado un legado: un estilo pastoral marcado por gestos de cercanía y sencillez que hoy sorprende al mundo entero pero no a los que lo conocieron en su accionar diocesano.
En nuestro país, los candidatos difícilmente resisten un archivo. Las distancias entre los propósitos, los discursos y las prácticas de poder desencadenan problemas de doble discurso y credibilidad.
La presión por conseguir votos lleva al candidato a prometer lo que sabe que no va a poder cumplir o, lo que es peor aún, una vez que llega al poder hace lo contrario de lo prometido. O, también, por razones de estrategia electoral modifica su discurso según el contexto en el que se encuentre. Mentiras, verdades a medias y omisiones voluntarias van minando la fiabilidad del enunciador político.
Francisco tiene una esencia que podría ser potenciada por cualquier estrategia de marketing. Sin embargo, no es un invento publicitario que sólo “sirve” para la coyuntura evanescente de una elección, como es el caso de muchos políticos en nuestro país. Gracias al marketing político se puede ganar una contienda electoral, pero esa creación no se sostiene en el ejercicio de los poderes Ejecutivo o Legislativo. La sustancia no puede ser sustituida por la mera forma, por más engañosa y atractiva que ésta resulte.
Las numerosas anécdotas -que cuentan quienes lo han conocido- desnudan su alma. Esas brevísimas historias -que plasman sus vivencias- contrastan con cualquier narrativa ficcional con la que algunos políticos locales intentan crear un personaje virtuoso.
Los que conocieron a Bergoglio destacan su enorme capacidad de escucha: quería escuchar a todos, aún a los que no tenían afinidad ideológica con la Iglesia, y que todos se escucharan a fin de que cada uno aportara soluciones para los problemas de la Argentina. Hoy considera que ni él ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social o en la propuesta de alternativas.
Para Francisco el peor riesgo es homogeneizar el pensamiento, concebir las cosas desde la propia burbuja; en consecuencia, resulta imprescindible la alteridad y el diálogo.
En el modelo imperante, la armonía social, la cultura del encuentro y el espíritu de negociación que promueve Francisco están totalmente ausentes.
La concepción de autoridad del papa Francisco difiere de la de muchos políticos.
Para el Pontífice la autoridad es necesaria como servicio de cuidado del bien común y no implica privilegios, adulaciones, mejor posición económica, lujos, malos tratos, persecuciones a los que piensan distinto, proselitismos que no respetan la libertad de los demás. Además, para él, quien tiene autoridad debe someterse humildemente a las críticas, a los reclamos y al servicio sacrificado.
El Papa pide a Dios que nos regale políticos a los cuales les duela verdaderamente el sufrimiento de los que menos tienen. Reniega del progresismo que hace uso de los pobres, sin comprenderlos cabalmente en su propia dimensión. Para Francisco la pobreza es escandalosa.
En una fiesta de San Cayetano, Bergoglio sostenía: “Cuando una sociedad basa el reparto de bienes, no en el trabajo sino en la dádiva o en los privilegios, pierde el sentido de dignidad y rápidamente se vuelve injusta la distribución de los bienes. Las personas, en vez de ser dignas, son transformadas en esclavos o clientes”.
La vanidad, la avaricia y la “hipocresía que es lenguaje de la corrupción” han saturado la tolerancia de la gente. Por eso, la humildad, la simplicidad, la austeridad y la coherencia de Francisco lo convierten en el tipo de líder que la sociedad argentina espera y necesita imperiosamente.