Había visitado Buenos Aires durante mi infancia. Los recuerdos que evocaban la capital estaban asociados a la monumentalidad, al tamaño de los edificios, a las multitudes que fatigaban las veredas y atravesaban las que parecen infinitas sendas peatonales.
Y volví de grande, en el ámbito profesional, pero siempre fueron visitas ínfimas, de horas. Sin nada de tiempo para asomarme más allá de las ventanas de los hoteles, los colectivos y los taxis.
Pero en 2012 estaba decidido a viajar como turista, dedicarle una semana completa a la ciudad y hacia allá partimos, en nuestro auto, con mi mujer. Esto de conducir un Fiat UNO - ya era de por sí una aventura aparte.
Tuvimos una escala nocturna en la casa de una tía en la cordobesa localidad de Vicuña Mackenna y luego de manejar todo el día, en autopistas y congestiones de automóviles que se volvían cada vez más monstruosas, llegamos al kilómetro cero de Buenos Aires en el atardecer. Quedamos hipnotizados por la vista de la 9 de Julio y la rotonda del obelisco.
En realidad, cuando uno está frente a este monumento no es tan impresionante. El peso, el tamaño de este, como el de muchos edificios y plazas que conoceríamos en los días siguientes, tienen más que ver con sus relatos, con los años, con la historia que gravita sobre cada uno de ellos.
Paramos en un hotel de la UDA, en la zona de Once, ideal para concentrar recorridos de a pie o hacer traslados cortos en colectivos a los barrios cercanos.
La imagen física de las calles de la capital toman más significado, se agigantan a cada paso, en la medida en que te vas enterando de su pasado. Esta sensación la viví cuando regresé años después a caminar por la legendaria Corrientes, que en sí a la vista no te deja boquiabierto, pero sin duda comprendés que allí hay historias, demasiadas historias.
Estas sensaciones se multiplicaron en los demás paseos emblemáticos como la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, el Cabildo, el barrio de La Boca, con Caminito, la cancha bostera y las milongas, Puerto Madero, la Avenida de Mayo y su Tortoni - donde tomamos un café rodeados de las fotos de Troilo-.
Pero el plan de visita desde el primer día de su elaboración había incluido un templo del jazz y me di el gusto de ir al más antiguo de todos, "Jazz & Pop" - cerca de Corrientes - y "Notorius" - por Callao -.
En el primero estuvo Chick Corea, nada más ni nada menos, entre otros famosísimos músicos. Me puso los pelos de punta. Además me saqué una foto con el contrabajista Jorge González, el dueño del local, un personajón. Para mí fueron experiencias muy grosas.
Otro momento muy interesante fue ir al Multi Teatro a ver a Alejandro Dolina. Lo vimos estacionando su propio auto. Verlo como un ciudadano común y corriente, fue raro. De haberlo hecho en Mendoza, habría llamado mucho la atención. Se activarían docenas de cámaras de celulares para recordar el momento.
Mientras tanto, en mi cabeza fui sincronizando de a poco aquellos recuerdos de la infancia, aquellos fragmentos de sensaciones, colores, aromas, formas, con esa imagen refrescante del presente, de mis 30 años, absorbiendo ese paso del tiempo, comprendiéndolo, asimilándolo.
Casi la misma imagen, pero décadas después. Un mundo del pasado chocando con un mundo de hoy. Fue loco. Inolvidable.