Usted quería que le hablara del hombre que me enseñó a leer los rostros. Todo sucedió hace muchos años: en enero de 1985, días antes del terremoto.
Su apellido era Ventura. Era un indigente muy mugriento y desgreñado, lleno de cajas, que apareció una noche aquí en calle Mitre, sobre el bulevar, frente al Mistral, y debajo de la única farola que no tenía luz instaló su territorio. Estuvo allí tres días, casi sin salir de entre sus cajas, generando la incomodidad de los vecinos, que ya empezaban a hacer comentarios. Pero la mañana del cuarto día habían desaparecido él y sus bultos. Nadie lo extrañó: todo lo contrario. El barrio había vuelto a la normalidad.
Ninguno se percató de que el tipo se había instalado en la terraza del Mistral. Nadie. Yo jamás lo vi pasar; ninguna de las personas que habitaban el edificio lo vio, porque habrían puesto el grito en el cielo y lo habría sacado la policía. Y no sé si yo la estoy contando, porque seguro que perdía el trabajo.
Me madrugó, es así. La tercera noche cerré mal la puerta del edificio, me quedé dormido en la recepción y bien entrada la madrugada el tipo se metió con todas sus cajas, me robó la llave de la terraza y se instaló allí arriba sin que nadie lo supiera. La terraza estaba clausurada por reformas desde hacía casi un año (imagínese, este edificio fue construido en 1932), la obra parada en su última etapa desde hacía dos meses, y con la promesa de su pronta conclusión sólo había algunos materiales de construcción y ninguna herramienta.
Por otro lado, todo el mundo ya se había acostumbrado a la lavandería improvisada en su propio departamento; se extrañaba la terraza, sí, pero se le tenía paciencia. Además, le habían cambiado la cerradura y de todos los presentes, el único que tenía llave era yo. Por eso nadie se asomó por la terraza aquellos días.
Y nunca nadie supo jamás que él había vivido los últimos días de su vida allí, sobre sus cabezas, sobre sus habitaciones, sobre sus sueños; con suerte alguno recordaría que hubo un mendigo frente al edificio, viviendo un par de días entre cajas vacías bajo la sombra de los árboles. Tal vez otro lo haya recordado, tiempo después, por la impresión que le causara su imagen. Pero jamás nadie habría de imaginarse que el tipo vivió cuatro días en la terraza de este edificio y que murió aquí mismo la noche del terremoto.
El edificio sufrió graves daños en su estructura, sí, algunos irreparables, pero víctimas fatales sólo Ventura, que amaneció muerto aquel trágico 26 de enero. Nadie lo lamentó, ya que ninguno sabía de su presencia y yo me encargué del cuerpo. Estaba muy delicado de salud. Tenía 39 años. Pero parecía mucho mayor.
¿Cómo supo Ventura que la terraza estaba “disponible” como para convertirla en su hábitat? Vaya a saber Dios. La cosa es que durante esos cuatro días que vivió en la terraza, soñé con él por lo menos ocho veces: una vez por la siesta, una vez por la noche. Yo ya creía que me había obsesionado tanto con él, que su repentina desaparición de los alrededores del Mistral me hacía soñarlo constantemente. Pero no. Desde la terraza misma, el tipo se metía en mis sueños. Así como se lo digo. Porque tenía ese talento: inmiscuirse en los sueños ajenos.
Entrar en los sueños que otras personas están soñando. Desde cualquier lugar que el tipo estuviera, aparentemente. O al menos, desde distancias lógicas; no creo que pudiera meterse en los sueños de alguien que está a un kilómetro de distancia. Pero lo hacía. Y no solamente en mis sueños, calculo. Yo debo haber sido uno de más de los tantos soñadores de aquí, del Mistral, que padecieron su invasión mientras dormíamos. Parece una locura, pero es real.
Una madrugada, soñé que Ventura me enseñaba a leer los rostros, a interpretar qué ha soñado una persona de sólo mirarla. Y se me grabó para toda la vida. Fue algo mágico, me encantaría poder transmitirlo, pero lo dudo. Es algo que no se lo podría explicar en palabras. Tal vez, en algún sueño.
Él sabía que la muerte lo merodeaba, por eso me lo enseñó. Para perpetuar el conocimiento. Bueno, y también lo hizo a cambio de un favor. Un favor que le contaré algún día, si es que ya no lo he aburrido.
Está bajando el ascensor. Debe ser su novia, mi amigo.