El síntoma social que expresó la crisis de seguridad en Córdoba capital no es bueno. Todo lo contrario, es muy malo. Como sucedió con la toma de los terrenos del Parque Indoamericano, al sur de la Capital Federal, en diciembre de 2010, que derivara en la creación del Ministerio de Seguridad nacional, o con los saqueos hace un año en Bariloche, los ciudadanos argentinos quedaron enfrentados entre sí y el hombre fue "el lobo del hombre" porque el Estado falló como articulador de los intereses colectivos.
Valga decir que no falló una vez sino de forma persistente y en un tiempo continuado que se puede traducir en décadas.
La consecuencia que hoy se nos impone es una sociedad que se roba y que se lincha a sí misma porque los valores trascendentales están rotos e impera el resentimiento y la desconfianza.
Tambalea el contrato social.
Sin dudas estos hechos tienen también situaciones detrás que son estrictamente políticas y coyunturales.
La política como el peor fantasma de la sociedad queda al desnudo en estos episodios de violencia colectiva, que la mayoría de las veces se montan sobre reclamos justos de los sectores de la sociedad más postergados.
En el primero de los casos mencionados, punteros políticos K y macristas se enfrentaron en un cruce de operaciones que derivó en el acampe en el Indoamericano de familias humildes que tenían por objeto conseguir una vivienda digna. Esto fue seguido por la represión de las dos policías -la Federal y la Metropolitana- tres muertes y por los ataques de los vecinos de clase media a grupos históricamente estigmatizados como los inmigrantes bolivianos.
Este martes y miércoles las cámaras de TV mostraron a grupos de saqueadores que, aprovechando la huelga de la policía cordobesa, tomaron casas y comercios por asalto. Como en Bariloche, los botines no eran sólo alimentos sino más bien elementos de valor.
Como contrapartida, vecinos armados con palos y revólveres se lanzaron a perseguir a sus "enemigos", en muchos casos familias enteras que viven a pocas cuadras de ellos.
En esta narración hace falta advertir que hay un elemento de distorsión social que antes no aparecía tan claramente como ahora: las bandas narco como grupo de poder haciendo pie en las barriadas más humildes, allí donde la acción policial está limitada por su propia incapacidad o por la connivencia con los negocios de los narcos.
Si la política, en su peor cara, tuvo alta responsabilidad en todo esto, es entonces por omisión y por acción.
Tal como señalaron los obispos católicos hace menos de un mes, este avance de los narcos no puede suscitarse sin el visto bueno de los poderes Ejecutivos, sin la complacencia y complicidad de las Policías. De otra forma, sería imposible.
La policía de Córdoba fue decapitada hace sólo dos meses a raíz de lo que los medios llaman "narcoescándalo" (la relación de jefes policiales con bandas narco, que está bajo investigación de la Justicia Federal). A su pesar, el gobernador Juan Manuel de la Sota tuvo que soltar la mano a sus principales referentes de la policía cordobesa y cambiar al ministro de Seguridad.
Con este grave antecedente, pagar a un agente policial 5.000 pesos y no atender en tiempo y forma su reclamo salarial, no podía tener buenas consecuencias.
Pero si además el telón de fondo es una gran metrópoli con abismos entre las clases medias y las marginales, cuya tensión sólo puede contener la híper vigilancia policíaca, entonces el estallido social era cuestión de tiempo. Esto pasó en Córdoba.
El sociólogo Pablo Seman publicó en su blog un retrato del crecimiento de la ciudad de Córdoba en los últimos años a la par de grandes emprendimientos inmobiliarios -bancados por el boom de la soja y de la industria automotriz- que necesitaron correr a las villas de emergencia del centro de la ciudad y llevarlas a los costados de la misma, como "ciudades dormitorios" o "ciudades satélites". Allí los pobladores humildes son custodiados por la policía cordobesa, que nunca se modernizó desde la última dictadura, la misma que esta semana decidió acuartelarse para reclamar mejores salarios y dejó a los ciudadanos a la intemperie, rodeados por bandas de motociclistas saqueadores con presumibles vínculos con los narcos y grupos aún mayores -no necesariamente relacionados a los primeros- de oportunistas que aprovecharon para atentar contra los bienes y la propiedad privada de los demás.
Seman aporta un dato que también maneja la prensa que reveló el "narcoescándalo" cordobés: que el descabezamiento de la Policía provincial implicó un corte transitorio de los dineros ilegales que las bandas narco pasaban a las fuerzas de seguridad, lo que no hizo más que recalentar la necesidad de mejoras salariales de los agentes mal pagos.
Ahí radica entonces toda la responsabilidad de un gobierno provincial como el de De la Sota, que no supo atender el problema acuciante para prevenir la catástrofe.
Otro capítulo también político-coyuntural es la pelea de De la Sota con el Gobierno nacional, puja que tiene de rehenes a los propios cordobeses.
En esta oportunidad, la Casa Rosada cometió una torpeza innecesaria y se compró parte de los costos políticos.
Según fuentes muy empapadas en lo que pasó entre el martes a la noche y el miércoles por la mañana, el nuevo Jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, perdió su primera gran pulseada de poder interno con el secretario Legal y Técnico Carlos Zannini, quien fue el impulsor de que la Nación no mandara la Gendarmería incluso antes de que Córdoba la pidiera como pensaba el ala moderada que encarna el chaqueño (lo que hubiera dado a Cristina Fernández la posibilidad de resolver un conflicto que era enteramente de De la Sota y anotarse una victoria política enorme) por su visión mezquina de que el caudillo mediterráneo perdiera eco entre sus comprovincianos.
En medio de este juego de teléfonos descompuestos, puestas en escena mediáticas y negociaciones improcedentes -ninguna de las partes procuró que llegaran al éxito- los cordobeses amanecieron el miércoles aterrorizados por el caos.
La lectura política del Gobierno nacional sobre los hechos cordobeses la sintetizó el secretario de Seguridad, Sergio Berni. "Cualquier gil de la calle sabe por qué pasó lo que pasó", dijo al entrar el miércoles a la Rosada.
Para Berni, los hechos se debieron a tres razones: la falta de conducción política de la policía cordobesa, la presencia de un Gobierno provincial que se deja extorsionar por esa Policía y el abandono a la que esa fuerza de seguridad colocó a la población en plan de extorsionar. Sumó un cuarto elemento: la penetración del narcotráfico en los mandos superiores de la Policía provincial.
¿Todo esto es trasladable a Mendoza? En principio podría decirse que la policía local sí fue modernizada, luego de aquella revuelta de 1998 que terminó alumbrando la política de Estado y la compleja reforma.
Pero el propio Berni tiene un informe que indica que en todo el país las policías provinciales mantienen vínculos con bandas delictivas. Luego de la crisis cordobesa azuzada por la oscura relación de un sector de la policía con bandas narco y del anterior ataque a tiros a la casa del gobernador santafesino Antonio Bonfatti, que se adjudica a los narcotraficantes que pelean por el control territorial de Rosario, el tema se coló a la fuerza en la mesa de negociaciones que los gobernadores relanzaron con la Nación.
El fantasma de los saqueos y del vandalismo que se actualiza todos los fines de año tiene en esta oportunidad un factor extra reconocido por la Rosada y por los gobiernos provinciales: los narcos han hecho pie de las grandes urbes. Ayer, Capitanich lo reconoció en una rueda de prensa: "Creemos que existen acciones deliberadas de grupos determinados, muchos de ellos con antecedentes delictivos, con objeto de ocasionar daño sobre la vida y los bienes de las personas".
Esta semana, en el centro del país, quedó demostrado que el contrato social está en peligro. Esto no debería dejar dormir a ningún gobernante hasta que la paz social esté debidamente asegurada.