-¿Y van a querer conocer el sexo?-pregunta Silvana ya relajada, apoyando la espalda a medias entre la silla y el hombro de Eduardo, satisfecha porque el almuerzo concluyó sin que Marcos y Miguel dieran la nota peleándose en la mesa por un pedazo de pan o porque uno no quería alcanzarle la gaseosa al otro o por cualquier otra nimiedad..
-Si se deja ver... -responde Javier, a sabiendas de que Emilia piensa lo mismo, porque ya lo hablaron en la intimidad de la noche, de varias noches, de todas las noches desde que supieron que iban a ser padres.
-Mirá si hace como el Migo, que no quiso mostrarse -acota Eduardo y se queda mirando a su hermana, porque le parece increíble que ese ser que hasta ayer era algo así como un salvaje, que jugaba a la pelota en los recreos con sus compañeros varones y se sincoleaba con ellos, que apenas si parecía una niña y que era capaz de sacar corriendo a cualquiera, ahora fuera a ser madre y tan tierna se la viera acariciándose el vientre y apoyando la mejilla derecha en el brazo izquierdo de Javier.
-Si tuvimos que comprar toda la ropa de colores que fueran más o menos para cualquiera de los dos sexos -recuerda Silvana.
-Creo que fue el niño que tuvo más ropa verde de la historia. Todos preferían ir a lo seguro -amplía Eduardo.
-Bueno, ustedes sí se jugaron, porque antes de que naciera le compraron un enterito celeste -y Silvana se reclina sobre la mesa para espantar una mosca que acaba de posarse.
-Porque el Javi decía que iba a ser nene. Cuando fuimos a comprarlo, él lo vio y dijo ése hay que llevarle, porque va a ser varón -dice Emilia.
-Pura intuición -y ahora Javier también acaricia el vientre en el que crece su hijo.
-Le quedaba re bonito ese enterito, ¿te acordás? -le pregunta Silvana a Eduardo volviendo a la posición anterior.
-Sí, le quedaba bonito. Menos mal, porque el Migo era fierísimo cuando nació -observa Eduardo, y Javier se sonríe disimuladamente.
-¡Cómo decís eso, mal padre! -refunfuña Silvana- ¡Es tu hijo!
-¿Y qué tiene que sea mi hijo? Ahora es un niñito hermoso, pero cuando nació era horrible. Los dos eran horribles cuando nacieron -concluye Eduardo, y ahora sí Javier suelta la risa, y Emilia se contagia, y a Silvana no le queda más que aceptar que ha perdido la incipiente contienda.
-La verdad es que eran medio fieritos -dice Silvana espantando de nuevo la mosca que sólo a ella parece molestarle.
-Todos los bebés son medio monstruitos al nacer, después se ponen bonitos, pero cuando recién nacen están amoratados, con la cabeza deformada, los ojos saltones… -enumera Eduardo.
-Yo he visto bebitos recién nacidos que son lindos -comenta Emilia.
-Sí, los de las publicidades -cierra Javier.
-Ya va a nacer y vas a ver, vas a decir que es hermoso -reclama Silvana.
-Por supuesto. Todos los padres ven hermosos a sus hijos cuando nacen, pero después, cuando ha pasado el tiempo y tu análisis es más objetivo, te acordás y decís mamita, qué fiero era -explica Eduardo, animándose a más-.
No he visto fotos tuyas de recién nacido -le dice a su cuñado-, pero rogá que se parezca a vos, porque si sale igual a la Emi, vas perdido.
-¡Qué malo! -se queja Emilia riéndose.
-En serio, te digo. Era un espanto. Mi mamá me decía que si no tomaba la sopa me iba a acostar con ella -dice Eduardo, esquivando el pedazo de miga que su hermana le arroja desde el otro lado de la mesa.
-No, si vos eras muy bonito -se queja Emilia mientras toma un corcho para tirarle a su hermano.
-¡Tengo pruebas! -se defiende Eduardo tapándose la cara con una servilleta de papel.
-¿A ver? -desafía Javier.
-Ni se te ocurra -reclama Emilia mientras su hermano se pone de pie y acelera el paso y atraviesa el umbral del pasillo que lo lleva a las habitaciones antes de que el corcho rebote en la pared y le pegue.
-¡Ma! -reclama Marcos desde la puerta que da al patio- El Migo quiere ponerse a regar las plantas.
-Decile a tu hermano que no es hora de regar y que se deje de molestar o se va a venir adentro en penitencia -ordena Silvana.
-Mentira, ma -dice ahora Miguel asomando el rostro tras el de Marcos-. Él está molestando.
-Bueno, se tranquilizan o se van a dormir siesta -concluye Silvana, y los dos niños vuelven al patio murmurando quejas y echándose culpas uno al otro-. ¿Y ustedes qué prefieren que sea? -pregunta ahora a Emilia y Javier, retomando la conversación.
-A mí me da lo mismo -dice él.
-A mí también -confirma ella.
-Aquí están las pruebas -interrumpe Eduardo, regresando con una caja de madera entre las manos y dejándola sobre la mesa.
-¡Qué hijo de puta! -se queja Emilia- Y trajiste nomás las fotos.
-¿Son fotos? -pregunta Javier.
-Así es, querido cuñadito. Ahora vas a conocer el monstruo con el que te casaste -asegura Eduardo mientras su esposa se ríe viendo la risa de Emilia y saca un álbum de la caja que su marido ya ha abierto.
-¿Estas las viste? -pregunta Silvana, y le entrega a su cuñada el álbum- Son del acto por el Día de la Bandera. El Marquito salió de soldado.
-¿Me mostrás? -le pregunta Javier a su esposa, tratando de disimular el interés que le ha causado la foto que busca su cuñado en el fondo de la caja.
-Es alto en comparación con los compañeritos -comenta Emilia.
-Es que ha pegado el estirón antes -explica Silvana.
-¿Y esta es su maestra? -pregunta Emilia, rogando que su hermano no encuentre nunca la maldita foto.
-Esa es la de Música -explica Silvana, medio cuerpo cruzando la mesa para poder ver la foto que su cuñada le muestra al girar un poco el álbum-. La maestra del grado está más adelante -y se queda en la misma posición mientras Emilia pasa fotos sin detenerse-. ¡Esa! -dice por fin, y vuelve a sentarse.
-¡Acá está! -celebra Eduardo.
-Esta me la vas a pagar -sonríe y se queja Emilia.
-Sí, pero después -dice su hermano-. Decime si no era un monstruo -insiste, a la vez que le alcanza a foto a su cuñado.
Después, Javier se va a enterar de que fue tomada en Necochea en el verano del 83, cuando Emilia tenía apenas dos meses. También va a conocer otros detalles de esas vacaciones, como que Eduardo se perdió tres veces en la playa, que tuvieron que pasar una noche en la ruta por culpa de una pinchadura o que conocieron a Luder, de vacaciones mientras Alfonsín se hacía cargo del país (también había una instantánea de ese encuentro, porque, al fin y al cabo, sus padres eran peronistas).
De hecho, el resto de la tarde la pasarán recordando esas y otras vacaciones, y Javier participará en las charlas con pocas palabras, con intervenciones breves, como es su estilo, pero con una sensación extraña recorriéndole el cuerpo, porque en esa foto, en la que buscó su cuñado para mofarse de Emilia, había algo que no alcanzaba a entender.
En ella, la pequeña recién nacida estaba en brazos de su madre, quien a su izquierda sostenía de la mano a Eduardo, mientras que este se tomaba de la mano derecha de su padre. Nada en la foto era raro, nada estaba fuera de lugar en una toma común y corriente de una familia de clase media de vacaciones, y, sin embargo, a Javier se le hizo extremadamente familiar esa imagen, tanto que la primera visión que tuvo de ella lo transportó a algún lugar, a algún momento en el que otra foto, similar a esta, existía, pero no pudo reconocer cuáles eran esas coordenadas.
Cerró la puerta y desde la cocina le llegó la voz modulada del locutor resumiendo los titulares del noticiero del mediodía. Una olla se calentaba sobre una de las hornallas. En la mesada, un cuchillo y las cáscaras de papas, camotes y zanahorias delataban que el almuerzo estaba en camino, pero Emilia no estaba allí.
Volvió a la sala y dejó las llaves y el portafolio sobre la mesa y la campera en el respaldo de una de las sillas. Se quitó el reloj y extrajo el teléfono celular del estuche que pendía de su cinturón y los acomodó sobre el mueble en el que lo hacía todos los días, y recién entonces descubrió el nuevo portarretratos, y en él, la foto de las primeras vacaciones de Emilia.
Eduardo había decidido que era su hermana quien debía conservarla, y ella la recibió agradecida, tanto que durante todo el camino de regreso a su casa la trajo entre las manos, mirándola a cada rato y recuperando otros momentos de la infancia que relataba a Javier mientras este conducía.
Por eso, anoche, apenas llegaron, Emilia comentó que hoy compraría un portarretratos, para colocarla ahí, entre las fotos de los sobrinos, de sus padres y los de Javier, entre la de ellos en la playa y la otra, esa en la que están en la montaña y aunque ella ya estaba embarazada, no se le notaba, porque apenas si llevaba dos meses por entonces.
No te escuché llegar, le dijo Emilia apareciendo desde las habitaciones, entré despacio para tratar de sorprenderte y matarte sin que gritaras, respondió él, sosteniendo con la mano derecha el portarretrato y tomando con la izquierda de la cintura a Emilia para besarla.
¿Te gusta?, preguntó ella, sí, dijo él, lo compré en la mercería esa que está a tres cuadras, explicó ella, ¿cuál?, quiso saber él, esa en la que atiende la señora que vos decís que es un personaje de Tim Burton, respondió ella, ah, sí, la del perrito dibujado por Alonso, agregó él, exacto, la del marido que se escapó del extraño mundo de Jack, completó ella, tendrían que haberle puesto Cartoon Network a la mercería, concluyó él.
Mientras Emilia, después de apagar la radio, recogía y tiraba las cáscaras y limpiaba la mesada, Javier ponía la mesa. El ritual, como el de todos los lunes, los martes, los miércoles, los jueves y los viernes, era el mismo.
Apurarse a almorzar así él se podía acostar a dormir una breve siesta mientras ella se preparaba para salir al trabajo y luego, a las tres y media, partir los dos en el auto, él a cumplir las cuatro horas que tenía que cubrir por las tardes, ella a pasar cinco horas tras el escritorio del dentista para quien trabajaba.
Cuando por fin los platos y los cubiertos, los vasos y las botellas, el pan y las servilletas estuvieron en su lugar sobre la mesa, Javier ocupó la silla de siempre y volvió a tomar el portarretrato con la foto en la que Emilia aparecía apenas como un montoncito de telas entre los brazos de su madre.
Estuve mirando la foto y es verdad que estoy horrible, tenía razón mi malvado hermano mayor, dijo ella cruzándose de brazos y mirando a su marido, a la vez que se apoyaba en la mesada.
Uhm, fue todo lo que esbozó él, concentrado en la imagen en la que todos eran tan jóvenes, sus suegros apenas unos muchachos inexpertos dando sus primeros pasos en las complicaciones que acarrean dos hijos.
Dudé un poco antes de ponerla, pero qué le vamos a hacer, no puedo negar que haya sido horripilante, pero como el patito feo, quién iba a decir que iba a terminar siendo este pedazo de mujer con el que les das envidia a tus amigos, bromeó, pero percibió que Javier estaba en otra cosa, en otro lugar, metido en esa foto.
En realidad, para mí, eras una nena muy bonita, no veo que fueras muy fea, dijo él por fin, cuando ella comenzaba a preocuparse.
Emilia volvió a la olla, introdujo y retiró varias veces un cuchillo para probar la consistencia de las verduras y le pidió a Javier que le ayudara a servir. Él se puso de pie, le pidió que se sentara y sirvió ambos platos. Tapó la olla, puso los platos sobre la mesa y por último se sentó.
Él miró a su esposa salar la comida y luego esparcirle un chorro de aceite.
Cuando ella tomó los cubiertos, Javier volvió a la foto, sostuvo el portarretrato ante sí durante un instante. Acá hay algo raro, murmuró. Emilia tragó el primer bocado y dijo que sí, que efectivamente había algo raro, el bicho raro que sostenía su madre en el brazo. No le pongás más ganas, era horrible, mirá los ojos, entre cerrados y abiertos, la boca como un palito, y esas orejas que me delatan, detalló ella, por más que le des vuelta, era fea, remató.
No, en serio, Emi, hay algo raro, no me vas a creer, no sé por qué, pero me parece que yo tengo una foto muy parecida. Y, puede ser, en algunas vacaciones te tenés que haber sacado fotos con tus papás.
No, no es eso, por supuesto que me he sacado fotos con ellos, pero lo que digo es que yo aparezco en una foto parecida a esta, así, con mis viejos y otro chico, es decir, hay dos chicos, uno en brazos y el otro de pie entre los dos.
Dejate de joder, Javi, cuándo tuviste hermanos vos. Es que eso es lo raro, cómo puedo recordar una foto con un hermano si nunca tuve uno. A lo mejor estás con algún primo. Ni siquiera es un recuerdo, no sé cómo explicarlo. Cómo es eso. No sé, es como una imagen, es muy difuso. A lo mejor es una foto que viste cuando eras muy chiquito y por eso te cuesta tanto recordarla, comé que se te enfría.
Sí, pasame la sal. Suelen pasar esas cosas. Qué cosas. Que a uno le parezca que se acuerda de algo pero, en realidad, no se acuerda, lo creó o algo así. Cómo algo así, Emi, lo creás o lo recordás. Como quieras, pero seguramente te estás confundiendo con una imagen que viste en otro lugar, en la casa de alguna tía, por ejemplo. Puede ser, me pasás el aceite. Tomá.
Javier dejó la alcuza sobre la mesa y con el tenedor cortó un pedazo de camote que se llevó a la boca sin soplarlo. Emilia tomó el portarretrato y miró durante un instante la foto.
¿Cuándo te diste cuenta de eso?, le pregunta sin mirarlo.
Apenas vi la foto, fue como un flash, responde él sin quitar la mirada del pedazo de zanahoria que quiere huir del tenedor. ¡Flash!, bromea ella usando un tono de banda sonora de película de superhéroes. Tonta, es en serio, se quejó él.
Si me lo estoy tomando en serio, replicó ella. Mirá si en verdad tuve un hermano y mis padres, en época de hiperinflación, tuvieron que venderlo para poder alimentarme, dijo él muy serio, y ella se tentó de risa y tuvo que interrumpir el camino del próximo bocado.
Puta que eligieron mal, tendrían que haber optado por el otro muchachito, seguramente hubiera sido más productivo, se burló, y los dos se rieron a la par y en el aire quedó flotando la sensación de que el asunto no terminaría allí, por eso era necesario cambiar de tema.
-Me estás preocupando.
-¿Por qué?
-Es sólo una foto, Javi. Te has confundido, qué se yo, hay millones parecidas. Cualquier familia con dos hijos se puede haber sacado una foto como esa.
-A ver… Ya sé que puede parecer raro, pero algo me pasó con esa foto y tengo que saber qué fue (con la mano izquierda toma el tubo del teléfono).
-¿Y la vas a molestar a tu mamá por eso?
-No va a ser molestia, siempre nos dice que vayamos a comer durante la semana para que vos no tengás que ponerte a cocinar (el índice marca el número que sabe de memoria, aunque la memoria no esté en el índice).
-Encima, me vas a usar a mí de excusa (separa una silla y se sienta, ya no le es tan sencillo estar mucho tiempo de pie).
-No te voy a usar de excusa, sólo le voy a decir que nos invite a comer.
-Que nos invitamos a comer a su casa, querrás decir.
-Mami, ¿cómo estás?... Bien, recién llegamos... Acá está, acaba de sentarse... No, no hemos visto el noticiero, veníamos escuchando uno en la radio... ¿Dónde?... ¡Qué desastre! ¿Y cuánto se llevaron?... ¡Uau! Es mucha guita… No, no dijeron nada en la radio de eso… Vaya a saber, tal vez todavía ni se enteraban… Acá está la gordita. Llegó y se echó en una silla (manotazo al aire de Emilia, sonrisa de Javier)… Sí, mamá, si no la dejo que haga fuerza… Dale, yo le digo, quedate tranquila. Escuchame, te llamaba para que nos invitaras mañana a almorzar… No, no tenemos ninguna sorpresa ni nada, queremos ir a almorzar con vos… Le pregunto (entonces le pregunta a Emilia qué quiere comer y ella le dice que lo que sea más liviano, porque después tiene que ir a trabajar y si come pesado se tiene que acostar a dormir siesta). Dice que lo que sea más liviano, porque después tiene que ir a trabajar y le da sueño… Dale, nosotros llevamos un postre… No, mami, no va a ponerse a trabajar, yo compro un postre en el supermercado antes de pasar a buscarla… A ver, pará, que la Emi quiere decirme algo (y su esposa le pide que le pregunte a su madre si no quiere que vaya más temprano para ayudarle a cocinar). Si querés que vaya más temprano para ayudarte… Sabía que esa iba a ser la respuesta (y le explica a Emilia que su madre dice que si es para ayudar, no, pero si quiere llegar antes a acompañarla y cebar mates, sí puede, y ella acepta ir más temprano y agrega que se va en un taxi a eso de las diez y media). Antes de las once anda por allá… Sí, mamá, si le dije, ¿no escuchaste? No va a ir a ayudar, va a cebar mate y comer tostadas con manteca así se pone más gordita (nuevo manotazo de Emilia al aire, pero ahora Javier está más concentrado en la conversación)… Nos vemos mañana. Cuidate… Emilia te manda un beso… Chau… Ahora le digo. Chau (espera un segundo y, por fin, cuelga).
-¿Qué dice?
-Que te cuidés, que no andés haciendo fuerza, que te limpies bien las orejas y que te pongás desodorante, porque cada vez tenés más olor.
-Agradecé que estoy cansada, porque, si no, te correría y verías quién tiene más olor.
-Si corrés, el tufo va a ser peor (aparta una silla y se sienta frente a su esposa).
-Ya voy a volver a ser la gacela que fui y no te vas a escapar… Al final, no le dijiste nada sobre la foto.
-Nunca dije que le iba a adelantar algo por teléfono.
-No, pero creí que algo ibas a comentarle.
-¿Y si tenés razón? ¿Y si me inventé todo?
-Tengo razón, Javi.
-Todavía no sabemos.
-¿Querés que te revele algo?
-Me encantaría.
-Creo que tengo miedo.
…
-No sé de qué, pero tengo miedo.
…
-Decime algo, Emi.
-Me asustás… Y me asusta esta mierda. Es una foto, Javi, es nada más que una foto.
-No sabemos qué es. Puede ser una foto de verdad que yo haya retenido en algún lugar de la memoria. Tal vez es nada más que un invento.
-Un recuerdo de otra persona, una foto de algún tío de vacaciones, de algún amigo. Un invento, qué se yo. ¿Podemos parar de hablar de esta boludez? Hace dos días que estás con la misma cantinela, ahora hacés que tu vieja se ponga a cocinar para nosotros un miércoles, qué falta. ¿Y si mañana tu mamá te dice que no tiene idea de lo que estás hablando?
-Supongo que me quedaré un poco más tranquilo, pero puede ser que siga buscando.
-¡Andá a cagar! Una foto de mierda te ha vuelto loco.
-Emi…
-¡Emi las pelotas!
-Te prometo que no hablo más de la foto hasta mañana.
…
-¿Querés que haga una pizza?
…
-Emi, ¿hago una pizza?
-Dale, y yo me voy a dar una ducha.
-Cuando salgás del baño va a estar la cena lista.
-Bueno (se levanta lentamente, le da un beso a su marido y se va caminando despacio hacia las habitaciones).
-Y ponete desodorante, acordate de lo que dijo mi vieja (pero ella sigue avanzando en silencio, ya no le causa la misma gracia el chiste).
-Enseguida -responde Javier.
-¿Vos, Emi?
-También enseguida, ahora venga y siéntese un rato -dice ella, ayudando a su esposo a disponer el escenario.
-Sentate, ma. Dejá los platos un rato y vení.
-¿Qué se traen entre manos ustedes? -anticipa la mujer mientras se acomoda nuevamente en la silla que había dejado para poner a calentar el agua con la que iba a preparar el café que su hijo y su nuera postergaron-. Yo sabía que tenían una noticia o algo así.
-No es algo así -aclara Javier mientras se incorpora y va hasta la sala, donde dejó el portafolios en el que guardó el portarretratos con la foto de Emilia en sus primeras vacaciones.
-¿Adónde vas?
-Va a buscar una foto -explica Emilia.
-¿Qué foto?
-Una que nos dio mi hermano el domingo.
-Mirá esta foto, ma -le pide Javier, entregándole el portarretratos y ocupando nuevamente la silla que había dejado hacía un instante.
-¿Esta sos vos? -pregunta la mujer mirando a Emilia y señalando con el índice derecho la beba en brazos de esa mujer a la que ni siquiera alcanzó a conocer pero en la que distingue rasgos similares a los de su nuera.
-Sí. Ahí estamos con mi mamá, mi hermano y mi papá.
-Qué linda era tu mamá. Y tu papá era muy buen mozo.
-Mi mamá era muy bonita. Hay algunas fotos de ella en las que parece actriz de cine italiana. Mi papá era medio narigón.
-Actor griego -acota Javier.
-¡Javi! -lo reprende la madre, como si tuviera cinco años.
-Déjelo, mire, ya querría tener la facha que tenía mi viejo.
-Y esos músculos -sigue Javier.
-Y esos músculos -bromea Emilia.
-Bueno, ma, quiero hacerte una pregunta.
-¿Tiene que ver con la foto?
-Sí. Te explico. El domingo, cuando fuimos a almorzar a lo del hermano de la Emi, nos pusimos a ver fotos. Cuestión que sacaron esta, porque el Eduardo quería demostrar su teoría de que todos los bebés son feos, y acá se comprueba.
-Qué chancho que sos, dijiste que estaba bonita -se queja Emilia.
-Estás bonita -media la mujer previendo que la cosa se dirige hacia donde ella ya descubrió que puede dirigirse, y algo se le atraviesa en la garganta.
-Cuestiones subjetivas -concluye Javier-. El tema es que, en cuanto la vi, me acordé de una foto en la que estamos nosotros en una posición similar, pero lo extraño es que yo recuerdo que había una cuarta persona, otro niño… Desde el domingo que vengo martillando con eso, y quiero saber si estoy en lo cierto, y la Emi también, porque ya está cansada de escucharme con este cantito.
-Rosana -dice Emilia apoyando la mano izquierda en el hombro de su suegra, después de cinco segundos infinitos en los que ella sólo ha contemplado la foto, con la mirada puesta en algún lugar mucho más allá de ese pedazo de papel.
-No creás que iba a ocultártelo toda la vida, Javi -vuelve a hablar la mujer, pidiendo unas disculpas que nadie solicitó-. En realidad, hace un tiempo que vengo pensando en sentarnos a charlar sobre esto, pero viste cómo es, se pasan los días y… Además, justo ahora, con lo del embarazo…
Sabía que tenías buena memoria, pero no tanta -dice, y deja sobre la mesa el portarretratos, para ponerse de pie, retirarse de la cocina y desaparecer casi sin emitir sonido, apenas el del cansino paso desgastado por los años.
-¿Javi? -susurra Emilia estirando el brazo derecho para ofrecer una mano a su marido, que se ha quedado callado y en la cara se le han acumulado cientos de preguntas.
-¿Qué está pasando, Emi? -pregunta él sin notar la mano extendida de su esposa.
-No sé, amor… No sé.
-Tengo miedo.
-Estoy acá, Javi.
-Ya sé, Emi, ya sé.
-Vamos a ir lentamente -dice la madre de Javier cuando regresa, trayendo entre las manos una vieja caja de zapatos.
-¿Qué es eso? -quiere saber él.
-Fotos -explica su madre.
-Yo conozco esa caja, estaba siempre entre tus zapatos.
-El mejor lugar para esconder algo cuando una tiene un hijo varón, salvo que le salga medio rarito -aclara la mujer, pero ya sin ánimo de bromear.
-Todos estos años ha estado ahí y yo no me he dado cuenta.
-Si la hubieras abierto antes, ya hubiéramos tenido esta conversación -dice su madre, quitando la tapa de la caja y hurgando en el interior-.
En realidad, desde hace algunos años ya no está más en el placard, ahora la tengo en la mesa de luz, junto con otra también llena de fotos, y a veces me paso la mitad de la noche viéndolas. Acá está -revela, sacando una fotografía vieja, del mismo tamaño que la de Emilia en sus primeras vacaciones, y entregándosela a Javier-. El que está alzado sos vos.
-Al final, tenía razón -le dice Javier a Emilia mientras le pasa la foto.
-Ahora la que tiene miedo soy yo -susurra Emilia viendo a esas personas en una posición similar a la que ella y su familia adoptaron hace tantos años, en un tiempo del que no guarda ningún recuerdo, pero en esta son dos niños, dos varones, uno en los brazos de su madre, ya sabe, Javier, a la izquierda, y entre sus suegros, otro niño, tal vez de dos años.
-¿Quién es? -pregunta Javier con la voz entrecortada.
-Julián, tu hermano mayor -aclara su madre con la firmeza de una escena preparada con antelación, mientras que Emilia suelta un llanto silencioso.
-Estoy preparado, ma. Quiero conocer la historia -asegura Javier que, sorprendido, siente una extraña calma.
-Esa es la última foto que nos tomamos los cuatro. Nos la sacó el tío Ernesto en la casa que alquilábamos antes de venirnos a vivir acá. Vos tenés once meses, el Juli acababa de cumplir los tres años, ¿ves que estamos abrigados? Era agosto, y nos mudamos a comienzos de setiembre, el ocho. El Juli cumplía años el 23 de agosto.
Teníamos un auto, un Peugeot azul, que tu papá vendió para poder licitar esta casa. Con la plata que sobró se compró la moto, que después cambió por el Fiat 600 que tuvimos hasta que vos cumpliste los seis, que fue cuando pudimos meternos en el cero kilómetro…
La cosa es que nos mudamos acá, y entre pagar la casa y comprar el montón de cosas que hacían falta, recién pudimos equilibrarnos un poco con el aguinaldo de diciembre.
Antes de que nacieras vos, yo trabajaba en una casa de venta de ropa, pero después, con dos niños, se complicaba bastante, así que tampoco podíamos contar con mucha plata.
En fin, que ese año apenas si te regalamos un tambor de juguete e hicimos una torta para tu cumpleaños, y no hubo vacaciones ni nada, nada más regalos de Navidad y Reyes para ustedes. Vos ya habías aprendido a caminar, así que te compramos una pelota, y al Juli, unos autos de plástico. En febrero, tu papá se tomó la licencia.
Iba a aprovechar para hacer una piecita en el fondo en la que pudiéramos guardar las conservas y las diez mil herramientas que tenía y todo lo que sobrara en la casa. Él comenzó las vacaciones el 2 de febrero, pero el 3 se nos vino todo abajo… El Juli tuvo un accidente, tuvo fractura de cráneo con pérdida de masa encefálica y tres costillas quebradas, una que le perforó un pulmón, pobrecito…
Un día estuvo en terapia intensiva y después, bueno… Después se fue… -la pausa silenciosa que hace pretende ser una invitación a las preguntas, pero su hijo no dice nada, sólo la mira, mientras que su nuera apenas si puede contener el espanto de la historia, no de esta en sí, sino la de su ocultamiento durante tantos años- Ya hacía como dos o tres semanas que te habíamos sacado de la cuna y dormías en la cama, así que, con tiempo, no creas que fue fácil, reorganizamos todo y quedaste durmiendo solo en la pieza.
La cama del Juli, su mesa de luz, su ropa, varios de sus juguetes, todo lo regalamos. Incluso hasta las fotos hicimos desaparecer, pero, claro, no las tiramos, sino que las guardé yo, no en esta caja, las puse en otra, pero a medida que fuiste creciendo estabas cada vez más metiche con las cosas nuestras, así que se me ocurrió esconderlas entre los zapatos, pensando que nunca irías a abrirla.
Y acerté. Lo único que dejamos del Juli a la vista fue esta foto en la que estamos los cuatro, todo lo demás desapareció. La pusimos en un portarretrato y hasta que tuviste tres años estuvo en la mesita junto a los sillones, pero un día me dio miedo de que preguntaras quién era ese chico que estaba entre nosotros en la foto, y me di cuenta de que en ese momento no hubiera podido responderte, entonces la escondí junto con las otras y, por suerte, nunca preguntaste nada… Hasta hoy.
-Creo que hay algo que todavía no nos contás… -puede articular Javier después de buscar durante un momento la forma de decirlo
-Bueno… Tenés que entender que… El primer lunes de esas vacaciones de tu papá fuimos los cuatro al centro a comprar varias cosas, viste cómo es lo de las casas nuevas, siempre falta algo. Pasamos por una mueblería, de casualidad, ni siquiera estaba pensado, y vimos en la vidriera una cajonera de roble, no muy grande, apenas un poquito más alta que tu papá, nada de otro mundo. Era un mueble que tenía, abajo, tres cajones, y después, hacia arriba, varios estantes, tipo biblioteca, y nos gustó, porque ahí podíamos guardar ropa y poner adornos y libros.
Estaba muy linda para la pieza de ustedes, así que nos metimos al negocio y la compramos. La sacamos en cuotas, por supuesto. Al otro día, a eso de las diez de la mañana, llegó el flete con la cajonera. La trajimos adentro y la dejamos en la sala, en el centro, porque yo le había dicho a tu papá que para ponerla en la habitación había que cambiar de lugar las camas, orientarlas de otra manera, para poner la cajonera en uno de los rincones y que no quitara mucho lugar. Así que la dejamos acá y nos fuimos a la pieza a mover las camas.
Vos y el Juli nos siguieron, por supuesto, pero había que trasladar muebles y demás, así que estaban ahí, en el medio, no nos podíamos mover para ningún lado que ahí estaban ustedes, así que les dijimos que se fueran a jugar. Pero no se fueron al patio, sino que se vinieron a la sala.
Las cosas con los chicos suelen pasar así. En un segundo está todo bien y al otro ya rompieron algo o lo que sea. La cuestión es que escuchamos el golpe y salimos corriendo, y cuando llegamos, vos estabas paradito ahí, no sabías muy bien qué era lo que había pasado, y el Juli estaba debajo del mueble… El canto de uno de los estantes le pegó en la sien y otro le hundió el pecho… En la moto no lo podíamos llevar al hospital, y ninguno de los vecinos estaba con auto, porque se habían ido a trabajar… Llamamos una ambulancia…
-Rosana -dice Emilia tomándole una mano a su suegra, que se ha callado y le cuesta volver a hablar.
-Mami -dice Javier buscando la mirada de su madre, quien ha bajado la cabeza como si buscara algo en el piso.
-Rosana -repite Emilia y entonces sí logra que ella levante la cabeza y la mire, sin lágrimas, es suficiente con el cúmulo de años que se le amontona en los ojos.
-No nos has dicho cómo se cayo el mueble -reclama suavemente Javier, y su madre lo mira y hace un sucinto movimiento afirmativo con la cabeza porque sabe que él presiente qué es lo que falta de la historia, intuye que él lo supo desde siempre, que en algún lugar entre sus recuerdos permanece esa imagen-. ¿Cómo fue, mami? -pregunta, previendo la respuesta- ¿Yo tiré el mueble?
-Es que eras un nene muy colaborador -comienza a explicar ella, y Emilia suelta nuevamente el llanto ante la revelación-. Siempre estabas queriendo ayudar… Si tu papá estaba haciendo algo, ahí te metías, agarrabas las herramientas, querías arreglar… Seguramente se te ocurrió colaborar con lo del mueble, lo empujaste y…
Tenías tanta fuerza… Una vez rompiste una mesita en el jardín de infantes y tuvimos que pagarla… Estaban cantando y seguían el ritmo golpeando sobre la mesa, no calculaste la fuerza y partiste la tabla. La maestra se reía de tu cara, decía que te habías asustado tanto cuando se rompió… Y, bueno, quisiste ayudarnos, pero tuvimos mala suerte.
-¿Yo lo maté?
-No, Javi, no… No. No pienses eso. Vos no lo mataste. Cómo, si tenías un año y dos meses. Cómo vas a matarlo. Quisiste ayudar, Javi. Nos estabas ayudando.
-¡Ay, la puta! -dice Javier poniéndose de pie.
-Javi, no fue culpa tuya -vuelve a explicar su madre.
-¡Ay, la puta! -repite Javier tomándose la cabeza
-¡Javi! -lo llama Emilia.
-¡Mierda! -se queja Javier mientras comienza a caminar hacia la sala.
-¡Javi! -casi le grita su madre, pero él no escucha y sigue camino hacia las habitaciones.
Las imágenes son difusas para ellos, pero con la ayuda del ecógrafo van dilucidando lo que se ve, interpretando la forma de los brazos, de las piernas. Las manos y los pies son fáciles de reconocer.
A medida que pasan los segundos, ya pueden identificar más detalles, y queda claro que ese movimiento compulsivo, rítmico, permanente pertenece al corazón.
Con el mismo tono que ha utilizado durante toda la visita guiada al cuerpo de ese feto de un poco más de seis meses, el ecógrafo pregunta si van a querer conocer el sexo, y los dos, Emilia y Javier, responden al mismo tiempo que sí.
Vayan comprando ropa rosada, dice el hombre del guardapolvo blanco mientras con el mouse hace que una cruz de luz se mueva alrededor de algo que, entre esas piernas que apenas se dibujan, se distingue claramente como una vulva.