Me crié en una calle de tierra, polvorienta y llena de piedras, donde jugábamos a la mancha y los varones a la pelota.
Su primer nombre: Aspirante Félix Foix. Nacía en un cañaveral que rodeaba el zanjón -hoy Canal Cacique Guaymallén-, continuaba hacia el oeste atravesando las calles Rioja y Lisandro de la Torre, y topaba en un gran portón (según mi madre era un secadero de frutas, perteneciente a la finca de la familia Cruciani). Allí, los varones se robaban los membrillos.
Siguiendo al oeste había otro callejón, al llegar a calle San Juan, que topaba con el depósito de vidrios de Ferretti y Corino. Siempre se dijo que la actual calle Formosa se abriría hasta avenida San Martín, un sueño de mis padres y los vecinos de entonces que no se hizo realidad.
Al cabo de los años, en la década del ‘40, la calle cambió su nombre por Provincia de Formosa, donde nací. Ancha, con veredas amplias, las vecinas tenían como primer trabajo del día, barrerlas. Por la tarde, sentarse en sus sillones de totora a tomar fresco.
Al levantarnos, las ventanas se abrían de par en par para ventilar los dormitorios y las puertas de calle siempre estaban abiertas, como invitando a entrar a los vecinos. El timbre no se usaba, pues sólo con pedir permiso y hacer palmas se entraba a cualquier casa.
En la esquina de Rioja vivía la familia Andrés, porteños; al lado, Doña Pepa, murciana, cuya hija Isabel llegó al país con sólo 5 años y hasta hoy somos amigas, casi hermanas.
La tercera en esa cuadra era mi casa, al lado de la familia López, que al principio tenían en el patio la fábrica de aceite Ricolópe, muy famosa en su época.
Entre los vecinos de enfrente vivía la otra familia López; los Santino, muy amigos; Don Felipe, el verdulero, que al regresar de su trabajo en la carretela nos llevaba a dar una vueltita a la manzana. Una de sus hijas, ‘Pancha’, nos cuidó de niños y su hermana, Ñata, cosía nuestra ropa.
Seguía en la cuadra la casa de mis abuelos maternos, Don José y Doña Águeda, ella muy tacaña y él todo lo contrario. Para nuestros cumpleaños nos regalaba un monedero verde lleno de monedas, advirtiéndonos “¡que no se entere tu abuela!”.
Entre otros vecinos muy queridos estaba la familia Marchioni, que eran italianos y que luego de unos años regresaron a su tierra. Tenían dos hijos: Guido, de nuestra edad, y Jorgito, un bebé al que solíamos pasear en las siestas para mimarlo y disfrutarlo, pues siempre estaba impecable y su dulce perfume de bebé nos encantaba.
También vivía por ahí Don Ariza, el carpintero solterón, a quien todos le teníamos miedo porque nos gritaba cuando jugábamos en la calle.
Mi padre, Don Paco, era un comerciante valenciano y tenía una fábrica de pastas en el antiguo Mercado Barraquero, donde hoy funciona el casino provincial (en los ‘60 el mercado se mudó a Yrigoyen-ex calle Los Andes- y avenida San Martín).
En la fábrica elaboraban pastas frescas. Recuerdo a mi padre haciendo los capelletti a mano, mientras escuchaba boxeo por la radio. Cerca de las 10 llegaba a la casa a tomar mate con mi madre y traía todo lo necesario para preparar el almuerzo. Éramos 5 hermanos y nuestra infancia fue muy feliz: asistíamos por la mañana a colegios religiosos.
Nuestro hermano Ricardo -el más madrugador- nos preparaba el desayuno y luego mi padre nos trasladaba en un Buick 1937. Papá fue el primero en tener un auto en la cuadra, que sirvió de auxilio para todos los vecinos por un buen tiempo.
Mi casa todavía sigue en pie. Los actuales inquilinos me permitieron visitarla y la nostalgia llenó mis ojos de lágrimas por el recuerdo de los felices momentos vividos allí. Mi calle, la calle de mi infancia, polvorienta, llena de piedras, pero simple y tranquila... ¡Cuánto te añoro!