Sin hacer mucha historia, en los últimos 20 años, la vitivinicultura argentina ha vivido diversos panoramas: desde años propicios para productores e industriales, a temporadas buenas para los eslabones más afectados de la cadena; a cosechas en las que el productor no logró salir adelante, levantando la uva con plata de su bolsillo y sin poder siquiera cubrir sus costos.
Como 3ra generación de productores hemos asistido a todo tipo de escenarios posibles. Erradicación de viñedos, reconversión, incorporación de tecnología, entre otros. Año a año nos tuvimos que ir acostumbrando a los vaivenes normales de nuestra economía, que pusieron muchas veces en duda si lo que estábamos haciendo tenía futuro, una pregunta que seguramente todos los que llevamos adelante alguna actividad económica, nos hacemos a diario.
Esta actividad en particular sufre, además de los riesgos de mercados y panorama económico de Argentina y el mundo, una situación que excede a gobiernos, empresarios y productores, y es el riesgo climático que tiene que asumir, haciendo de este negocio una actividad con un sin número de sinsabores. Aún así, los que hemos nacido junto a la producción, hemos convivido con todo este tipo de adversidades y seguimos apostando a esta actividad.
Hoy un sin número de productores nos vemos en la necesidad de tener que tomar la decisión de continuar o de dar vuelta la página; abandonar los cultivos, vender nuestras fincas o rever la posibilidad de incorporar algún tipo de crédito para poder reconvertir nuestras plantaciones en un negocio rentable. Esto se debe, como mencioné anteriormente, a los diversos panoramas a los que nos hemos enfrentando, pasando de la figura del asociativismo de moda –allá por el 2000- a tener que escuchar de grandes bodegas: “Vas a tener que ver qué hacer con la uva”; “este año no podremos comprártela”.
Hoy, el sector de la producción tiene sentimientos encontrados. Por un lado, se plantea continuar en la producción descapitalizándose debido a que sigue recibiendo los mismos precios por la uva que hace 5 años, cuando han y hemos tenido un aumento constante de los costos de producción, teniendo que soportar el incremento de cada una de las variables que conforman dicho costo de producción.
En resumidas cuentas, la mano de obra subió 400%, la energía 700% el combustible 300%, los fertilizantes 400%. Aún así, y a pesar de la poca o nula rentabilidad, estos sentimientos encontrados que seguramente nos llevarían a desvanecer, encuentran una luz de esperanza en algunos índices que invitan nuevamente a soñar y a repensar nuestros cultivos.
En un contexto excepcional como el actual, parecería un sueño ver cómo el mercado empieza a mostrar signos de reactivación. Entre otras variables, los cambios en los hábitos de consumo, poco predecibles por muchos, han hecho que se incrementen los despachos, las exportaciones no sólo de vino a granel, sino también del vino fraccionado.
Con este panorama, y bajo estas variables, se ha conseguido achicar el stock vínico argentino y, por ende, el aumento de las expectativas respecto del incremento de precios de los vinos y uvas.
Mucho de todo esto seguramente tendrá que ver con el reconocimiento que ha venido haciendo el mundo de la vitivinicultura argentina. Producto de un fuerte trabajo de cada una de las organizaciones que la integran. Cada vez más puntos Parker, cada vez más bodegas reconocidas, cada vez más calidad.
La pregunta que nos hacemos es: ¿Cómo seguimos después de este ambiguo panorama?
Indudablemente debemos aprender de los errores del pasado: sobrestock, importación, pérdida de consumo. Debemos retomar el camino de la exportación sobre la base de nuevos acuerdos comerciales y de reembolsos que hagan más competitiva la industria.
Debemos seguir enfocándonos en la innovación, en la diversificación, en la sensatez y en la generación de nuevas herramientas como lo es el “nuevo banco de vinos”, recientemente sancionado por ley.
Tenemos que tratar de evitar la concentración que seguramente no le hace bien a la actividad.
Hoy los datos no reflejan esa situación. Durante los últimos 20 años, la cantidad de hectáreas se incrementó un 7% y la cantidad de viñedos se redujo un 6%. Pasando de un viñedo promedio de 5 has, a viñedos con un promedio de 9 hectáreas. La realidad es muy dura; el desafío es inmensurable, pero las ganas, intactas.
Somos un país con un sin número de entidades. Cada uno aporta los niveles de información necesaria para augurar un futuro promisorio, no sobra nadie.
Debemos dejar de pensar que el productor siga siendo la variable de ajuste.
Se necesita una industria más generosa, que valore verdaderamente el esfuerzo cotidiano del eslabón más débil de la cadena, el productor primario para seguir garantizando calidad de uva que, como dicen nuestros grandes enólogos, el 85% de nuestros grandes vinos se hace en el viñedo.
* Carlos Francisco Dávila Hinojosa es contador público y miembro de la comisión directiva de la CIAT