Aldo Donnantuoni es uno de los productores de orégano más grande de la provincia y padre de Nuri, la recorda reina de la Vendimia. Alcanzar el éxito fue un camino escarpado. “Algunas imágenes de mi infancia son como un sueño. Después uno se va acostumbrando a todo”, sostiene. Hace setenta años, un niño observa por la ventana del tren algunos vagones en ruinas como resabios de guerra. Junto a una hermana adolescente y a su padre, viajan de Nápoles a Génova para embarcar. “Nací en julio de 1943. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Italia quedó destruida. Allí aprendí lo que era la pobreza”, recuerda el hombre. En su relato, los hechos se suceden mezclados con sabores, sonidos y aromas.
“Mi padre, como no veía una forma de progresar, decidió venir a Argentina, que era un país de promesas”. Una de sus hermanas había viajado durante la guerra y vivía en Bragado. “La idea era reunirnos a todos, hacer la América. En Italia se quedó mi madre y cinco hermanos”, cuenta Donnantuoni con un tono de voz que canaliza emociones. En su memoria, los chicos siguen jugando descalzos. No hay ropa para hacer muchos cambios.
“En Salerno, teníamos un pedacito de campo. Era una zona pedregosa. En donde la tierra lo permitía, se plantaban verduras, trigo y maíz. Los hombres caminaban entre las piedras para cuidar a las cabras. Fabricaban el calzado con neumáticos viejos. Las mujeres cargaban cántaros o bolsas de harina sobre sus cabezas y caminaban con elegancia. Lo que se cosechaba se cargaba a lomo de burro y se llevaba -a 15 kilómetros- a la molienda, igual que el olivo. Alguien tenía un buey para arar; había vacas para la leche. Dentro de todo, no estaba tan mal”.
“Se trabajaba de sol a sol y se pagaba con cinco kilos de maíz. Con eso se hacía polenta o pan, un bollo de masa que se horneaba en una hoja de repollo para que no se deformara. El primer día, el pan de maíz se podía comer bien. El segundo, estaba duro y al tercero, si no se remojaba, era muy difícil de masticar. Cuando veíamos pan blanco era una fiesta, una maravilla”.
“En el barco compartimos camarote -durante semanas- con personas que no conocíamos. Cuando llegamos fuimos a Bragado a lo de mi tía. Ese año, mi padre tuvo un accidente. Lo mató un tren en Liniers y yo me quedé con mi hermana. Ella quería volver, yo no. En Bragado hice la escuela primaría, era algo inquieto. Mi hermana se casó y yo fui a vivir en un asilo con otros 30 chicos que cuidaban unas monjas”.
“En la secundaría fui pupilo, en el partido de 25 de Mayo, en una escuela de teoría y práctica agrícola que dependía de la Universidad de La Plata. Era un predio de 5.000 hectáreas, que sus dueños -que no habían tenido herederos- donaron para colegio. A los 16 años, trabajaba todos los días en la escuela. Realizaba distintas tareas y empecé a ayudar a un apicultor. Me ganaba algún dinero como para gastar en una salida. Él me recomendó con un pariente en Mar del Plata. Fue mi primer trabajo”.
“Cuando terminé el colegio, compré un libro de Apicultura y un boleto de tren. En el viaje leí el libro de punta a punta, para que no me fueran a preguntar algo que no sabía. Trabajé varios años recolectando, pasteurizando y envasando miel. El dueño era un alemán muy hábil para los negocios. Hizo una etiqueta que decía: ‘Miel de abeja con néctar de plantas medicinales’. Cuando llevábamos el producto a los mercados de la costa, nos lo quitaban de las manos”.
“El alemán y su hijo me preguntaron si quería ir a Mendoza, por tres meses. Trabajaban con hierbas medicinales, rosa mosqueta, manzanilla y también menta. Me ofrecieron atender un galpón. Me pagaban un mejor sueldo y vine. Estaba solo. Me dejaron un Jeep para moverme”.
“Durante 10 años trabajé con la menta que se producía en Pareditas hasta que Europa del Este comenzó a comercializarla con un precio más bajo. En paralelo, me había iniciado con el orégano, asociándome con Roberto, el hijo del alemán”.
“Las hierbas se cosechaban, se secaba y se exportaban. Con el orégano se hacía muy poco margen, Roberto se retiró del negocio y me dio la oportunidad de trabajar con todas las maquinarias y bolsas. Siempre estaré agradecido porque, para ese hombre, yo era como de la familia, Él me ayudó y me emociona recordarlo porque para mí fue como mi hermano mayor”.
En 1962, enviado por una empresa de dueños alemanes, Aldo Donnantuoni llegó a San Carlos por tres meses para comprar menta para la elaboración de té. En Pareditas, además de acopiador de hierbas aromáticas, en los últimos cincuenta años se transformó en el mayor productor de orégano de Argentina con 120 hectáreas. En el Valle de Uco se cultiva cerca del 85% del volumen total que consume el mercado interno. Actualmente, en la página web de su empresa familiar, Donnantuoni postea con orgullo: “Nuestros comienzos fueron modestos pero, gracias a nuestros clientes, perseverancia y la calidad del producto que vendemos, hemos ido creciendo y consolidándonos en el mercado como uno de los principales productores del país. Nuestra larga trayectoria nos posiciona como líderes en el mercado nacional e internacional”.