Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes
¡Cuántas veces pensé que entrábamos en un camino definitivo; que nos podíamos llegar a encontrar como sociedad y construir un futuro entre todos! No dudaba en el setenta y tres, siendo diputado nacional, que esa democracia era para siempre, pero me desmontaron los sueños desde Ezeiza al asesinato de Rucci. Me ilusioné, y mucho, con Raúl Alfonsín, sin duda el mejor presidente del ciclo que inauguró; creí que era definitivo.
Entre la Coordinadora y la Renovación se enamoraron del poder económico y decidieron abandonar la política, y comenzamos a retroceder. La coordinadora retrocedió a De la Rúa y la renovación peronista a Menem, ambos habían sido ya superados por sus estructuras, ambos son el fruto amargo de aquel fracaso.
Y la consecuencia está a la vista, esa generación con tantos nombres terminó por quedarse sin candidato. Era la raza política, vino el tiempo de los aficionados. La Coordinadora y la Renovación en algún lugar acordaron financiar la política desde el Estado, ése es el origen de la desmesura del Estado y el desprestigio de la política.
Acompañé a Menem en sus principios, en el acuerdo con los empresarios que culmina con el ministro de Economía de Bunge y Born, que todavía reivindico. Vinieron los monetaristas convencidos que regalando el Estado ingresábamos al capitalismo, sembraron miseria donde no la había. Después observé con curiosidad la aparición de la Alianza que instaló a De la Rúa; conociendo a los actores pude prever el resultado. Acompañé a Néstor Kirchner desde sus orígenes, nos fuimos distanciando en la misma medida en que los conspiradores y los que se enriquecían con el Estado fueron instalando una demencia parecida a las viejas miserias estalinistas.
Fracasos reiterados de una sociedad donde la ambición de ganancias se termina imponiendo siempre a las necesidades colectivas. La dirigencia empresaria no cree en la política, la dirigencia política se divide entre los que sueñan ascender socialmente a través de la política y los que imaginan que somos un país socialista. Entre el absurdo de reivindicar a la guerrilla para imponer los derechos humanos en una versión deformada e imaginar que se puede conducir al capitalismo con principios socialistas; entre ambas demencias, se instala la frustración como sentimiento y el fracaso como destino. El estatismo y lo privado no son conceptos ideológicos sino tan sólo instrumentos a utilizar.
Consignas sin contenido, deformaciones, como que los empresarios imaginen a la corrupción como un mal imprescindible, una forma de convivencia con el poder de turno. Siempre prefieren al corrupto, es el que no cuestiona la concentración ni la injusticia, es el pragmático, parecido a ellos. Y luego la idea de que el político que no sirve para coimear no sirve para gobernar. Ambos temas hacen por su expansión que el delito haya dejado de ser la excepción para ocupar el lugar de la regla. La mosca blanca no es el coimero, es el que no adhiere al sistema.
El kirchnerismo inauguró una etapa de izquierdas corruptas, de supuestos progresistas que enfrentaban a los ricos de antes convirtiéndose en los ricos de ahora. La ideología central, lo que los une, no es la voluntad de justicia social sino la complicidad. La política genera mayor caudal de ganancias que el agro y la industria y, en consecuencia, ocupa el espacio del éxito social. La complicidad crea tribus, mundos de relaciones donde se festejan entre ellos los éxitos a los que arriban escalando la pendiente del poder del Estado.
Y son demasiados los que no soportan al Gobierno y lo acusan de “populismo”, término moderno que inventaron porque se les gastó “demagogia”. Variaciones sobre el mismo tema, el manejo del pueblo, de lo popular. Implica pensar que al pueblo se lo puede manejar, es lo inculto, los que no entienden. Claro que del otro lado del populismo nunca suele haber nada, es un territorio deshabitado. Como si nuestra sociedad tuviera gente honesta y capacitada pero las masas eligen a los que les prometen lo imposible, como si además de ser pobres tuvieran que votar a los que no les ofrecen nada. El Gobierno y las derechas coinciden en definir al pueblo como alguien a quien estamos obligados a educar.
El Gobierno invierte en publicidad y está convencido de que si no fuera por los medios hegemónicos todos aplaudirían sus demencias. La derecha pronuncia el mantra “populismo” como si la verdad estuviera ubicada del otro lado, del lado donde están ellos, los que le dicen al pueblo la verdad. Como si nunca hubieran hablado, como si el pueblo no supiera de sobra qué opinan los que no son populistas, como si no los hubieran ya sufrido. El peronismo sigue vigente, definió al pueblo como el mayor nivel de conciencia, hay que aprender de él antes de imaginar que hay vanguardias lúcidas capacitadas para educarlo.
Del otro lado del populismo creen estar los que habitan el barrio cerrado de la verdad. Es un término que parte de negar el hecho de que se suele votar lo mejor que aparece en la mesa de ofertas del supermercado de la política nacional.
Para la vigencia de un defecto debería existir una virtud, la otra cara del populismo no suele convertirse en propuesta electoral. La pregunta que queda es si se puede lograr construir un espacio donde los que se comprometen con la política forjemos entre todos una sociedad donde vayamos avanzando sin lastimar a nadie. El problema no es el populismo ni el neoliberalismo ni el estatismo, lo que nos falta es salir del dogma para ingresar al espacio del sentido común.
Ese simple lugar es el que nos falta descubrir. Si nos bajamos de la soberbia y distanciamos de la ambición, si logramos dar ese paso estaremos ingresando a un futuro común. Sin dogmas pero sin frustraciones. El sentido común es el espacio de lo desconocido, el único que nos va a sacar de la frustración. Y el único que nos falta intentar.