a Valeria Vacca
A diferencia de todos ustedes, mis linajes paterno y materno son uno solo y el mismo: soy hijo de un tío y una sobrina. Quiere decir que sólo hay línea paterna, como para el mismo Adán. Aunque yo, más que el primer hombre, vengo a ser el último, resto vivo de una familia agonizante, brasa entre las cenizas. Supongo que no hará falta decir más para que ustedes comprendan que soy Humberto Lombardi Lombardi.
Pero antes del tío y la sobrina ya mi sangre se había unido a sí misma –no es improbable que en mis padres actuara un impulso imitativo. Uno de mis bisabuelos estuvo casado al mismo tiempo con dos mujeres, la menor, prima suya. Esto fue posible en el tiempo mítico de las guerras de libertad, cuando las autoridades, para repoblar las provincias asoladas, decretaron que cualquier hombre podía tomar para sí dos esposas, parientes incluso.
En mi cabeza, desde siempre, casarse con la propia sangre equivale a muerte. Pienso que los suicidios en mi familia devienen de esas uniones espurias –como bien saben ustedes, en tres generaciones mi familia ha aportado la mayoría de los suicidios que pueden encontrarse en la historia de este pueblo. Mi tío abuelo Leopoldo, el músico, primogénito del bisabuelo y la prima, fue el fundador de la tradición. Sentó el prestigio del ejemplo de un modo extravagante al enterrarse en el cuello un facón decorativo que mantuvo apretado entre las rodillas al tiempo que inclinaba con fuerza el torso. Él, a su vez, quiso imitar la herida de bayoneta que había matado a un héroe suyo, según decían. En su memoria mi madre condenó a mi hermano a cargar con el nombre Leopoldo.
Yo, por mi parte, también cargo un nombre negro, el de otro tío lejano, muerto a los treinta de un tiro en el pecho ante la mesa de juego de un cuartucho clandestino, por haberse ido al mazo sin mostrar los puntos. Quieran que no, bien pudo tratarse de un suicidio inconsciente. Y ahora que ha aparecido el juego aquí habrán pensado ustedes en mi padre.
Mi padre fue un borracho, un disoluto –permítanme decir primero lo que todos saben. Sé que todavía muchos añoran su andar galante, su trato desenvuelto, su buena estampa, sus trajes. Yo, naturalmente, recuerdo menos a esa ficción nocturna que al dispéptico reñidor matinal, al vengativo déspota doméstico. Nunca supe nada de su vida interior. Siempre malogró su buena suerte. Heredó una bodega y un par de fincas, pero administró mal esos bienes y al final de su vida casi todo lo había consumido su desgobierno y afición al juego. Mi madre fue una mujer irreprochable y lo amó con un amor angelical que podía perdonarlo todo. Él se cansó pronto de ella y la agravió con mujeres ruines, aunque para desposarla había tenido que enfrentar, con dieciocho años recién cumplidos –ella era apenas menor– la indignación de toda la familia y el odio de su hermano –ese odio bíblico entre hermanos duró hasta que mi abuelo en su lecho de muerte forzó una fría reconciliación. Y ninguno de sus hijos fuimos para él lo que él para su padre, esto es, una fuente incesante de disgustos. Empezamos a quererlo cuando murió, como ocurre.
Sólo estaba de buen humor cuando le iba bien en el naipe. Entonces le gustaba mentir que tenía un demonio tutelar, un familiar que lo favorecía, aunque sus historias sobre el Demonio terminaran puntualmente con el recordatorio de que las riquezas obtenidas por pacto satánico siempre vienen signadas por la desgracia. Durante su velorio –absceso pulmonar– uno de sus compinches de toda la vida me apartó y me reveló el apodo con que trataban a mi padre en su círculo. Navaja. Una madama se lo puso, después de iniciarlo en el goce de la carne, cuando él tenía catorce años. El compinche dijo dos palabras más sobre la madama y yo entendí. Era la mujer que conocí a los catorce. Mi padre me llevó a la casa donde ella vivía con una hija más o menos de mi edad. Él se fue con la hija a una habitación y la madre me condujo a otra.
A diferencia de todos ustedes, la misma mujer fue la primera para mi padre y para mí.
Agradezco, sin embargo, no deberle a mi padre una primera vez con el vino como la que dio a mi hermano. Según el gastado relato de sobremesa, sucedió una noche de invierno en el desolado centro del pueblo. Leopoldo tenía diez años y mi madre lo hizo acompañarla hasta el club donde mi padre llevaba tres días jugando. Frente a la entrada del club, junto a la plaza principal, reconocieron con dolor y vergüenza la camioneta de la familia bajo una gruesa capa de nieve. Como las mujeres tenían prohibido el ingreso a ese lugar de caballeros, mi madre indicó a Leopoldo que entrara y encareciera a mi padre volver a casa con ellos. Mi hermano no tuvo que buscar mucho: sólo se jugaba en el fondo del hondo salón, en la mesa bajo una niebla de humo de cigarrillos. Se acercó con humildad y respeto y en voz muy baja repitió el encargo que llevaba. Quizá por la rabiosa intratabilidad que dan una vigilia demasiado larga o una indefectible mala racha en el juego, o quizá porque sintió que la interrupción lo ofendía frente a sus rivales, mi padre –Navaja en ese momento– no replicó nada a Leopoldo y se le quedó mirando como si no lo conociera. Alguien, por llenar el silencio, le preguntó si el chico era suyo. «Vamos a ver», contestó mi padre, y alcanzó a Leopoldo un vaso de vino con soda y le dijo: «si no te gusta esto, no sos hijo mío». Leopoldo, para ser hijo de mi padre, apuró el vino sin respirar y los jugadores festejaron. La anécdota remata con tres figuras caminando en la noche helada –la camioneta no arrancó– y mi hermano doblándose al medio de trecho en trecho para profanar la nieve con sus vómitos alcohólicos –los primeros.
Un poeta que conozco dijo que en la niñez vivimos y después sobrevivimos. Leopoldo sobrevivió en su niñez y agonizó después.
Además de la noticia sobre la madama hubo algo más que me distrajo de los efectos interiores por la muerte de mi padre. A pocos días del velorio una vecina se acercó a nuestra casa para avisar que mi padre tenía algo que decirnos. Mi madre la corrió, porque detestaba el espiritismo. Por la noche la mujer regresó, muy intranquila, y antes de que le alzaran la voz dijo que mi padre ordenaba jugar al 38 en la redoblona. Nadie le hizo caso; pero salió el 38. A la semana siguiente la mujer reapareció y, con más aplomo, nos indicó jugarle al 19. Mi madre dio la contraorden de no jugar y de cerrarle la puerta en la cara a la vieja esa la próxima vez que apareciera. El 19 salió. Yo reía para mis adentros ante el luto de todos e imaginaba a mi padre en el Más Allá husmeando clandestinamente el Libro del Destino.
Pienso ahora en que todos nos hubiésemos distraído de los efectos interiores por la muerte de mi hermana Rosalía, ciertamente, si hubiésemos cumplido su último deseo. Como bien saben ustedes, Rosalía se arrojó bajo las ruedas de un camión –no llegué a ver la sangre en el asfalto, por eso sólo recuerdo la tierra con que alguien cubrió la sangre–, cuando tenía veinte años. En la nota que dejó nos pedía que en su velorio colgáramos el ataúd del techo con alambres y así lo dejáramos, descansando en el aire. Nadie pensó en cumplir semejante capricho y lo achacaron al delirio que había empezado a usurpar la mente de mi hermana. Pero yo sabía la verdad y no me decidí a revelarla: una siesta de verano de nuestra infancia, escondidos bajo la mesa del comedor tras fugarnos de las camas, Rosalía me confesó en susurros que planeaba escaparse de la casa. No había elegido un lugar, así que sólo seguiría el itinerario que dibujaba una veta en la madera de una de las patas de la mesa. Si algo llegaba a pasarle en su huida, si traían su cuerpo muerto a casa, quería que en su velorio el ataúd pendiese del techo como un columpio. De ese modo todos estarían atentos a que no cayese al piso y olvidarían el dolor que les dejaría su muerte. Así de alucinada estuvo siempre su bondad.
Pero nunca huyó de la casa. Con el tiempo encontró en la vida mística un bálsamo para las miserias familiares. Creció dedicada a la confesión y expiación de los pecados de todos nosotros. Por tanto ayunar y mortificarse quedó enclenque y envejecida, aunque llegó a ser muy alta. Hay en mi memoria una tarde que tengo por síntesis de su existencia. Sucedió al comienzo de la inundación espantosa que ustedes recordarán. Desde la galería de la casa mirábamos el diluvio. Al poco rato vimos a Rosalía arribar desde la calle con el agua hasta los tobillos, caminando trabajosamente. Con una mano se recogía la falda monjil que siempre usaba y con la otra sostenía sobre su cabeza la guitarra con la que iba a evangelizar niños en las plazas. Estaba cerca de la galería cuando desapareció ante nuestros ojos. A todos se nos cortó la respiración. La lluvia había rebalsado el pozo séptico, que se convirtió en una trampa para mi hermana. La risa nos impidió sacarla de inmediato y quedó ahí, debatiéndose entre la mierda de la familia, aferrada a la guitarra para mantenerse a flote.
Otra tarde se enamoró de un predicador de los de puerta en puerta. Fue feliz por un tiempo, hasta que él se fue escandalosamente del pueblo con la mujer de alguien y dejó un tendal de deudas detrás de sí. Rosalía quedó aturdida, inconsolable y con una enfermedad vergonzosa –esta vez no voy a repetir detalles que todos conocen. Se sintió por siempre envilecida y no pudo perdonarse ese tropiezo, aunque había pasado la vida perdonando los nuestros. No quiso tratarse la enfermedad, para purgar con dolor la culpa. Se volvió distante y nerviosa. En poco tiempo empezó a mirar todo como en sueños, perpleja ante el misterio de la locura. Se acusaba de haberse dejado engañar por el Diablo, de haber ofendido su iglesia con alguien de otra confesión y cosas así. Su mayor temor era que Dios la perdonara. En la nota final dejó dicho que se mataba para asegurarse la condenación eterna.
La locura es el único camino a la esencia humana.
Esto dijo Leopoldo sobre Rosalía la primera noche de mi regreso. Estábamos mirando en silencio unas desvanecidas palabras en tiza que mi hermano había descubierto en una de las paredes de la habitación donde dormíamos los tres, treinta años atrás. Se trataba de la cursiva primorosa de la maestra Rosalía, el personaje más recurrente en los juegos infantiles de mi hermana. La casi desaparecida inscripción, vestigio de la historia familiar, advertía «el tren fantasma les va a dar miedo». Sentí una piedad sin esperanza ante esas palabras, al pensar en lo que el futuro guardaba para la niña que las escribió.
Hacía más de siete años que no veía a Leopoldo ni hablaba con él. El día que sepultamos a nuestra madre, cuando quedamos como los últimos del linaje, estuvimos de acuerdo en que la familia es algo que no existe. Poco después me fui del pueblo. Hace dos semanas encontré su voz en el contestador cantando La última curda. Inventó mucho la letra, pero entonó como nunca. Entendí que estaba pidiendo ayuda. Por eso regresé.
Efectivamente, Leopoldo necesitaba auxilio. Lo encontré recién operado, huesudo y rengo; pero fue evidente que no contaba conmigo. Ya había alguien cuidándolo y no recordaba haberme llamado por teléfono. Tal vez haya llamado desde el hospital una noche en que anduvo deambulando empachado de sedantes. Se levantó la camisa para mostrarme la nueva cicatriz. Lo habían abierto de arriba abajo, para sacarle la bilis, según dijo.
El tipo que lo cuidaba era alguien de su pasado, alguien a quien había salvado mucho tiempo atrás. En un baile de club social Leopoldo lo escuchó insultar desprevenidamente al hombre equivocado y sintió inmediata lástima por ese pobre infeliz que no tenía idea de lo que iba a pasarle. En una parodia del coraje que le salía muy bien se adelantó y pidió permiso para poner en su lugar al insolente a quien, antes de que le contestaran, asestó un par de cachetazos teatrales y empujó afuera. Se suponía que debía al menos malherirlo, pero no le hizo nada. Sólo le dio dos o tres consejos y lo dejó irse en paz. Cuando mi hermano salió del hospital el otro reapareció en el pueblo para honrar su deuda. Vivía con Leopoldo, le cocinaba y se encargaba de que al despertar no le faltara una damajuana junto al lecho. Es un tipo simiesco, macizo, de mirada fría y marcado por un silencio que sólo puede haber aprendido en una celda. Pasaba las horas sentado en el piso, fumando sin decir palabra. A veces Leopoldo empezaba a cantar y entonces él sumaba su voz.
Además de la cicatriz y la inscripción, Leopoldo me mostró todo lo que había sido de la casa. Tuve que reencontrarme con las viejas cosas. Las partes de adobe, cocina y despensas, estaban derrumbadas y parecían edificios bombardeados. El salón era ahora la cocina, un baño de servicio el único baño, un pasillo sin una sección del techo era algo así como un patio interior, la habitación de mis padres era la habitación de Leopoldo. Puertas tapiadas, lienzos del cielo raso rajados, encierro, el sótano inundado. Todo lo que una casa puede decir de una familia. Los muebles más importantes ya no estaban; sólo la habitación paterna se mantenía más o menos idéntica. Y Leopoldo que se vestía con la ropa de nuestro abuelo. Viviendo allí, durmiendo allí, entre cosas de muertos.
Se detuvo de golpe frente a una ventana del salón. Exageró un gesto de pase mágico con las manos y descorrió las cortinas como si fueran un telón. Un muro adosado a la casa cegaba la ventana y sorprendía la vista. Sólo toscos ladrillos y mezcla, puestos allí hostilmente por vecinos ofendidos. Dejaba la impresión de algo abortado, podrido. Leopoldo rio por mi cara hasta que le dolió la herida.
Su risa me hizo sentir de nuevo lo poco que hemos coincidido en esta vida. Siempre creyó en la actividad vegetativa del cerebro, en las huellas mnémicas hereditarias, en que la identidad no es constante porque morimos muchas veces a lo largo de la vida. Creyó en la tiranía esencial de cualquier forma de Estado; era objetor de conciencia a la sociedad misma. Creyó también en la belleza moral del suicidio y en que a Rosalía la suicidamos entre todos. El dolor puede llevar a extremos de lucidez. Vivió para su espíritu. No dejó que los demás lo arrebataran fuera de sí y rumió a su ritmo cada idea, cada sentimiento. Podía pasar horas pensando en lo que había soñado, asombrándose por lo que era capaz de soñar. Y los sueños definían su estado de ánimo. Admiro envidiosamente esa fuerza con la que se le manifestaba la vida. Pero despertar era traumático para él, como nacer o morir. Le costaba desprenderse de sus mundos interiores y resignarse de nuevo a la realidad conocida. Era algo que nunca aprendió a hacer del todo bien. Del mismo modo, cuando estaba despierto no podía detener su conciencia para entregarse al sueño y permanecía insomne noches enteras. De ahí sus horarios disparatados, su confundir lo soñado con lo vivido.
Sin embargo, a diferencia de todos ustedes, con mi hermano compartíamos algo excepcional: teníamos de nuestras respectivas vidas un mismo primer recuerdo. Para ambos la memoria llegaba hasta un borroso día de infancia en el que mi padre hundió el rostro lloroso de Leopoldo en el plato de puré que no quería comer.
De mi hermano decía mi padre «echando a perder se aprende», riendo.
También Leopoldo se pasó la vida debatiéndose entre la mierda de la familia.
Me senté en un sofá desfondado para que charláramos. ¿De dónde vino ese sofá? Su última novia se lo dejó. Una compañera de escuela de nuestra madre. De verdad. Había vino y en el horno se recalentaba algo para comer. En un viejo grabador, tosco y castigado sonaban canciones que escuchábamos en otros tiempos y que me pusieron a soñar con mi juventud perdida. Se sentó frente a mí y acercó a su silla un elegante cenicero de pie que mi padre tenía en su oficina. Recordé con fuerza ese cenicero y pensé en la variedad de ceniceros que hubo siempre en nuestra casa. El viejo esplendor. Leopoldo encendió un cigarrillo. Sus dedos se tranquilizaban sólo cuando sostenían un cigarrillo, si no tenían que estar destruyendo algo, un papel, migas o lo que fuese. Todavía podía fumar sin que nunca cayese la ceniza. Según él, heredó esa habilidad de nuestro abuelo, el padre de mi padre.
Nos indagamos poco. Había pasado demasiado tiempo como para que tuviéramos algo que decirnos. Me contó que en el hospital compartió habitación con un guitarrista al que habían hecho un lavaje de estómago. Una madrugada compusieron cinco o seis canciones, él las letras, el otro la música. Luego pasó a revelarme el significado secreto, la sucia y divertida anécdota de hospital que había detrás de cada letra. El músico había querido suicidarse con pastillas. Uno de nosotros, él o yo, necesariamente, sería un suicida. Le pedí que explicara mejor. Como ninguno de los dos había tenido ni tendría ya descendencia, el último en morir terminaría con el linaje, lo suicidaría. Le respondí que si no procrear era una forma de suicidar a la familia, entonces los dos éramos igualmente suicidas. Siguió hablando y enredando y repitiendo. Hacia el final de la noche, antes de dormirme, inventó la palabra automigración: huir de uno mismo hacia adentro.
Desperté embotado y adolorido, sintiéndome un loco agonizante. Con lenta angustia se fue recomponiendo la lógica del mundo en el remolino de mi cerebro. Me quedé un rato más acostado en el sofá, divagando hasta reunir fuerzas para levantarme. Cuando pude me senté y me puse los zapatos. Mi campera estaba en el suelo, ensuciada. Leopoldo. O tal vez yo mismo me había tapado con ella. Caminé un poco, estirando brazos, cuello y espalda. La tibia luz fantasmal de la mañana hacía más amable y comprensible la casa, la simplificaba. No vi a Leopoldo en su habitación; tampoco estaba el otro tipo. Dije sus nombres, por si acaso, pero no obtuve respuesta. Me entusiasmé con esa soledad y esa luz. Quise cumplir un deseo de la noche anterior, el de mirar la casa en intimidad, para comprobar si quedando a merced de los recuerdos se activaba en mí un reflejo mnémico, algo que despertara un sentimiento dormido o me causara una arrebato reminiscente.
La recorrí con reverencia, desencanto y algo de piedad. Ahí sobrevivía cada detalle trivial que mi memoria había magnificado con los años. Era el museo mismo de mi propia alma. Y a la vez pesaba en cada habitación un silencio de mausoleo. En el salón todavía perduraba aquel raro cuadro de una mujer comiendo frutas con una escena de batalla medieval al fondo, todo, incluso el marco, dominado por un nauseabundo tono ocre. En mi niñez rehuía la mirada a esa presencia inquietante. Ahora la humedad de la pared había traspasado el lienzo y borroneado las figuras.
Mientras miraba el cuadro noté con el rabillo del ojo un nuevo cuadro que no estaba la noche anterior. Al otro lado del salón, sobre los ladrillos de la ventana tapiada, había aparecido un dibujo en carbón y tiza. Otra vez Leopoldo, el insomne. Era un simple paisaje nocturno de montaña, imagen del paisaje que los ladrillos ocultaban. Las cortinas formaban un marco para el cuadro y el conjunto resultaba original y divertido. Causaba un bonito efecto, en verdad.
En el viejo baño de servicio el piso se levantaba en pequeñas colinas. Cerámicas sueltas o trizadas. Debían ser las raíces del eucaliptus del patio que estaban empujando. Lo oculto buscando salir. Era ese un símbolo más fuerte que el del cuadro borroneado. Las raíces serían el inconsciente de la casa que ya no soporta ser reprimido. También el sótano podía ser símbolo del inconsciente de la casa.
Y la puerta del sótano estaba abierta.
Me acerqué a cerrar la trampa. Alguien podía caer si pasaba. Rosalía. La luz abajo estaba encendida. Sentí curiosidad y me dejé atraer por los escalones de madera enmohecida. El nivel de agua alcanzaba casi hasta la mitad del pozo y apenas agaché la cabeza me mareó un pesado tufo a humedad. Aguanté el aire. Bajé unos escalones más y lo vi. Boca abajo, entre botellas y ratas muertas, flotaba el cuerpo de mi único hermano.
Es todo lo que puedo decir sobre el final de Leopoldo en este, mi testimonio. Sepan que en ninguna circunstancia agregaré nada ni diré accidente, enfermedad, pacto o asesinato. Seguramente muchos dirán suicidio. Investiguen si quieren el cuerpo. Yo sólo he sentido que me correspondía presentar el misterio de la muerte de mi hermano y quise hacerlo aclarando en algo el misterio general que mi familia siempre fue para el pueblo.
Y si opinan que me resta decir algo sobre mí, les diré entonces que últimamente me he descubierto muchas veces pensando en la palabra automigración. Y cuando recuerdo a los miembros de mi familia encuentro en ellos una dimensión mitológica que ya no existe hoy. Sus trastornos se me vuelven simpáticos y sus vidas épicas. Creo que en el fondo fueron felices y cada uno de ellos me parece de una singularidad admirable. Y me figuro que todos en el pueblo sienten igual que yo y que nos entienden y nos han perdonado. Me doy cuenta entonces de que se puede sentir amor por todo lo que avergüenza.
Pero ya estoy lejos de nuevo.
Perfil
(*) Pablo Altare es profesor de Lengua y Literatura de la Zona Este mendocina, nacido en 1979. Participó en talleres literarios locales y en el que brindó en Mendoza el Fondo Nacional de las Artes en 2010, a cargo de Vicente Battista en narrativa.
La isla y el náufrago es su primera novela, publicada en 2006 gracias a un subsidio del Ministerio de Cultura y Turismo de Mendoza. Obtuvo reconocimiento en varios concursos literarios municipales y en 2013 ganó el Certamen Literario Vendimia, en la Categoría Cuento, con su libro Las hijas de la memoria. El mismo año publica, junto al colectivo de escritores Caterva, el libro Viaje.