Historia real de la literatura (segunda parte)
Mi primera experiencia con Gombrowicz es al menos extravagante, comienzo a sospechar que actúa para mí, o para todos los hombres; que es un hombre entre otros hombres, hecho por los hombres.
Anoto: "Lo he visto entrar a 'Ostende', una tienda de moda, se tarda apenas unos segundos, adivino que ha ido con una idea precisa que ha concretado, lleva entre sus manos una caja de cartón con (presumo) un par de zapatos adentro. A los pocos minutos lo veo volver, aparece en el extremo de la plaza en la que me siento a alimentar aves, esta vez lo sigo hasta el interior de la tienda 'Ostende', empujado por la curiosidad de su gesto compungido. Permanezco lo suficientemente cerca como para entender retazos de la conversación que mantiene con el vendedor, un hombre pequeño de finísimos bigotes.
Gombrowicz aduce que los zapatos que ha comprado son estrechos y que pretende cambiarlos por unos idénticos, del mismo número y del mismo color. El empleado queda perplejo, yo interesado, Gombrowicz serio. Naturalmente el empleado le desconfía, por la extraña petición, por el acento, por el trajeado gastado del otro. Casi discuten y el escritor se avergüenza de eso, de que alguien lo vea, por eso mira hacia los costados.
Pasamos la primera semana perdidos en las calles de Buenos Aires, que era una ciudad a punto de convulsionar. El conde parecía mirarlo todo como por primera vez. Estábamos en iguales condiciones, para mí también todo era nuevo: el botánico y los gatos, los parques de Recoleta, los silos en el puerto de La Boca.
Una mañana nublada lo seguí hasta el Banco de Polonia, me mantuve alejado, en la sala de espera hojeaba un diario viejo. Se reunió con un hombre obeso y calvo, de rostro rojo, que lo miró a los ojos con profunda fijación, supe que algo pasaba, que el orden de las cosas en su mundo -y por lo tanto en el mío- había cambiado.
Ese día comencé a escribir a diario, puse: "quince de octubre de mil novecientos cuarenta y tres, Gombrowicz ha salido disparado del Banco de Polonia, ha caminado con certeza, sabiendo su destino y con la intención de llegar ahí lo más pronto posible. Hasta que se detiene frente a una vidriera vacía y en ese instante todo a su alrededor se detiene por un segundo, cae sentado en el sitio menos pensado para alguien como él, se sostiene el rostro con las manos y todo el resto de su cuerpo indica que llora, que es un niño, un hombre solo lejos de su patria.
Una mujer joven lo observa, tiene la intención de asistirlo, pero se arrepiente, el aspecto extraño del desconocido le provoca desconfianza. Imagino, cuando sepa las razones, que la escena es única, pero que también forma parte de una cadena, que ese ritual se repite en cada ciudadano polaco alejado de su país".
Parece que Polonia es Argentina, más pequeña, con otro clima, otro idioma, otras costumbres, otra historia, pero con un destino compartido.
Ha estallado la guerra en Europa y muchos, como Gombrowicz, no podrán volver a su patria; y los que como él tienen mucha imaginación deberán establecer un duelo contra las imágenes y las palabras que no cesan, no sabrán durante un tiempo el destino que les espera a sus amigos y familiares. Ellos han escapado y eso no es un consuelo, es todo lo contrario. La incertidumbre irá minando lentamente su ser.
Esa vez estuve cerca de presentarme, de acercarme y ofrecer mi ayuda. Llovió por unos segundos mientras permaneció inmóvil en el piso.
También tuve la idea de que alguien nos observaba, de que éramos un juego para otros.
Así se inicia la estancia de Gombrowicz en nuestro país, que se extenderá por veintitrés tristes años y que yo iré registrando día a día.
Mi proyecto sufrió un cambio radical o mejor fue tomando forma cuando descubrí la peculiaridades que rodeaban al carácter del metafísico polaco. De haberme quedado con la dama de la sombrilla los resultados de mi obra hubieran sido otros, naturalmente, más parecidos a los que me impuse sin saberlo. El hecho de que se tratara de un escritor, de un filósofo desgraciado y brillante me intimidó al principio, y más cuando descubrí que él también llevaba cuenta de su existencia en cuadernos increíblemente iguales a los míos, ambos preferíamos las tapas duras, las hojas con rayas.
Sus esfuerzos por existir son admirables. Yo por el contrario había iniciado la acción inversa, desaparecer.
(continuará)