La llamada capital cultural de Marruecos se mueve entre el gentío, el ruido incesante que generan tantas personas, aromas afrodisíacos y rincones que por momentos se apartan de todo y dejan al viajero a solas, con sus pensamientos, y un té de menta.
La tercera ciudad del país con más de un millón de habitantes y antigua capital del reino, cuenta dos partes muy claras, con su propia idiosincrasia, como en las anteriores: La Medina y la Nueva Villa y la Ville Nouvelle, o parte nueva, construida durante la época del protectorado francés, a principios del siglo XX.
La primera, fundada en el año 789, resulta el verdadero rostro local. Resguardada entre 15 kilómetros de murallas, alberga en su interior un delirante laberinto peatonal a veces atravesado por pequeñas motos, algunos carros traccionados a sangre entre miles de transeúntes que miran lo que hay para comprar, que venden, que saludan, que pasan sus horas haciendo sus artesanías, que pasan y vuelven a pasar.
La puerta de Bou Jeloud es la que da la bienvenida. La decoración de la misma ya arroja pistas sobre el estilo arquitectónico dominante. Dispone de 3 arcos de talante nazarí dan ingreso al distrito de El Ayoun y de allí en más todos los caminos posibles, todos los sitios para perderse por largas horas.
Algunas postales típicas de mujeres envueltas en ropas coloridas y cabezas cubiertas, otras de estricto negro, como sus ojos, los caballeros de blanco con sombreritos rojos y sandalias. Por las callejuelas apretados comercios ofrecen cualquier elemento que pueda ser vendido, desde camisetas, trajes típicos, tecnología, bolsos y zapatos confeccionados a mano, y hasta aves de corral.
Todo se ofrece, todo es pasible de ser vendido, así lo demuestran los comerciantes que vociferan entre los escaparates. Entre ellos el árabe o el berebere, al turista le adivinan el hablar y muchos hablan español.
Y así transcurren las horas en la Medina, donde no hay mapa posible. Los tintes para los labios y los ojos de ellas, los tatuajes en henna, las especias y las hierbas, en pasadizos en los que también hay metales, faros y velas. Entre tanto plazuelas, mezquitas y otros templos religiosos.
El barrio de los curtidores es uno de los más buscados, es tan antiguo y el oficio, duro por cierto, aprendido y transmitido de generación en generación, se sigue realizando junto al río. Allí la faena es olorosa, en diversos piletones de barros caen los cueros en sus diversos procesos hasta que se pongan a secar. Luego el final son las tiendas con hermosos zapatos, carteras y billeteras, de excelente calidad.
También hay que recorrer la Judería, los Jardines Bou Jeloud o el Palacio Real, una espectacular residencia a la entrada de la ciudad vieja.
La plaza Bou Jeloud, concentra al gentío cuando el sol se aplaza, abierta y enorme, da paso a cuanto vendedor y hacedor de gracias quiera expresarse. Cuentacuentos y encantadores de serpientes entre atracciones de luces fluorescentes que saltan a los aires. Y así miles de personajes, bandas de música y tatuadores, el aguatero uno de los infaltables.
Es importante visitar el-Qarawiyyin, para muchos la mezquita más importante de Marruecos. Otros templos relevantes son el el-Atarin y la mezquita de Mulay Abdallah. Construcciones de notable belleza, aunque, de ingreso prohibido para quienes no profesan la religión de Mahoma.
Los parlantes, una voz llama a rezar, y los más devotos se disponen al encuentro con Alá. Según el Corán: antes de la salida del sol, antes del mediodía, a media tarde, poco antes del atardecer y después del atardecer.
En el área más nueva, los hoteles se dan cita y guardan relación con la arquitectura reinante, también avenidas y calles de moda, bares de estilo internacional, en un perímetro que se dice moderno, aunque todos prefieran perderse en las intrincadas calles de los zocos.