Hay lecciones cotidianas que vienen a recordar que el fútbol es algo más que un deporte donde "once contra once corren detrás de la pelota". ¿Y qué es, entonces? Este cronista no tiene la más mínima idea, pero mirando a ese pibe de 20 años, con el desparpajo de su juventud a cuestas, enganchando en el vértice del área para abrir el pie y dibujar un chanfle perfecto, con el juego 2-2, con las tribunas rugiendo y con el balón convertido en una brasa caliente, confirma que es mucho más que la sentencia que puede leerse arriba. El viaje del balón, una curva perfecta, envidia de varios matemáticos, mereció la afonía de los presentes en el Gargantini.
Pasaron muchos años desde el Instituto San José, allá en Quines, donde Lucas Fernández cursó sus estudios primarios y secundarios y donde vive su familia materna. "Siempre me acompañan, aunque estén lejos", dice a la salida de vestuario, emocionado, mientras mira a su papá sosteniendo un cartel. "La barrabrava Fernández", dice y ríe.
"En todos los entrenamientos trato de hacer esa jugada; por suerte pude enganchar y hacer el gol. ¿Qué si apunte ahí? Es algo común en mi eso de abrir el pie", dice, desfachatado, mientras le guiña el ojo a abuela Olga, cómplice necesaria de tantas travesuras.
Esta vez, no le hizo falta una capa o una máscara para ser el héroe de la historia: "Siempre antes de los partidos se sueñan un poco con esto de ser héroe; lo había imaginado, será inolvidable".
La corrida, plagada de abrazos, duró una eternidad: "Me quería abrazar con todos; con los de afuera y los de adentro. El gol lo voy a mirar mil veces", cuenta el delantero, que llegó a los 14 años a Mendoza y se quedó para siempre.
La ronda de preguntas sigue, pero él quiere el abrazo con su familia. "Espero seguir teniendo oportunidades; sino, todo va a llegar" avisa y se va. Entre tantos abrazos, aún resonaba el eco de su gol. De chanfle y al segundo palo.