Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Hace tiempo, Quino, esa maravilla de la creación que nació en Mendoza, hizo una síntesis del país en un dibujo que no por gracioso deja de ser estremecedor. Dibujó el mapa del país como si fuera el plano de una casa. Puso en Buenos Aires el comedor, la cocina y el dormitorio, y en el resto del país el baño, el patio y las dependencias de servicios. Una síntesis perfecta.
Buenos Aires (ciudad y algún trocito más de la provincia) es la que consigue, parte y se come el asado, el resto debe conformarse con sopar el juguito.
Desde que este país surgió, allá cuando ni soñábamos con ser independientes, las grandes decisiones, los magnos acontecimientos, los asombrosos escándalos, han ocurrido en Buenos Aires o, mejor dicho, por Buenos Aires. Importó siempre, por encima de toda importancia, los intereses de la ciudad del puerto. Los demás estamos, pero no somos.
La Constitución Argentina, que tuvo su nacimiento en 1853 después de decenas de años de la luchas fraticidas, debió ser escrita en papel higiénico porque varios (muchos) se limpiaron el poto con ella. Incluye, la Carta Magna, en su primer artículo, un concepto que no se cumple. Dice: “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana, federal…” Por este concepto, el federalismo, muchos argentinos murieron en el siglo XIX. Se dilucidaba en cada uno de los actos, en cada una de las batallas, en cada una de las muertes, el predominio de Buenos Aires.
Buenos Aires sigue mandando. Una frase muy popular en la década del 60 decía: “La Argentina no termina en la General Paz”. Y es una frase cierta porque no termina allí, también está el Gran Buenos Aires.
Se olvidan de nosotros, no interesamos, no valemos, no somos iguales, hay como una discriminación política con la gente del interior. Tal vez no lo hagan por maldad, tal vez lo hagan porque la megalópolis les obstruye la extensión a sus pensamientos, les limita la comprensión. Es tan enorme el empeño de comprender y lidiar con esa tremenda urbe, son tantos los códigos a aprender, sus modos de vida, sus exigencias, que sus habitantes se van olvidando de que existen otros lugares, otros pueblos, otras provincias.
Nos quejamos de esta actitud pero también la practicamos. No sólo usan este modo de comportarse los porteños con los del interior, también lo usamos nosotros, los habitantes del gran Mendoza, conglomerado con ínfulas de metrópolis, con los lugares y pueblos del interior de la provincia.
La gran mayoría de los mendocinos no conoce Malargüe, la mitad no conoce San Rafael, son muy pocos los que han accedido a la Laguna del Diamante; muy pocos los que han recorrido el camino Villavicencio a Uspallata, o las huayquerías en San Carlos, o el camino de la Carrera que une Las Vegas con Tupungato.
No tenemos idea (¿no nos interesa?) cuales son los problemas de Bowen, las falencias de Ranquil Norte, de Agua Escondida, de El puerto, de El forzudo. Ni nos acordamos de la vida que puebla Villa Atuel, o Bardas Blancas, o Ugarteche. Nada nos preocupa de los problemas que puedan existir en Pareditas, o en La Dormida, o en Carmensa.
Este es un país que se declara federal pero en la práctica lo desmiente. Creo que esto se llama contradicción. Cuando decimos “todos”, nos estamos olvidando de gran parte del “todo”.
Deberíamos aplicar, a raja tabla, aquel consejo que dice: “No le hagas a los otros lo que no te gusta que te hagan a vos, y mucho menos si los otros son los tuyos”.