"Hace cinco años que no puedo mirarme en un espejo, que no sé cómo soy, y me voy olvidando", cuenta Fátima (56) durante la charla en su casa, con la idea de dar así, con un ejemplo sencillo, idea del vuelco que ha dado su vida: "Sólo distingo alguna sombra en la periferia del ojo, eso es lo único que se salvó de mi vista".
Fátima Calvete vive en Junín. Es separada y tiene dos hijas: la mayor es médica y la segunda estudia psicología. Cuenta, no sin orgullo, que prácticamente las crió sola, que durante años trabajó como administrativa de una firma olivícola y que con ese sueldo mantuvo a su familia.
"No fue fácil pero dentro de todo, y hasta los 50 años, tuve una vida como la de cualquiera. Trabajaba todos los días en una empresa familiar, conocía a los dueños y pensé que de allí saldría jubilada", recuerda con cierta nostalgia.
Y entonces hace una pausa: "Pero en lo mejor, cuando planeaba comprar un auto para tomarme unos días y salir a pasear, me quedé ciega. Fue un golpe inesperado y así, de la nada tuve que aprender a vivir de nuevo".
A fines de 2013 a Fátima le descubrieron un tumor benigno en el lóbulo frontal, cuya presión creciente terminó por dañar el nervio óptico; cuenta que no fue algo repentino, sino un proceso lento pero constante, que ella confundía con una pérdida paulatina de la vista producto de la edad: “Recién me preocupé cuando aparecieron los desmayos. Fui al oftalmólogo, que me derivó a un neurólogo y me encontró un tumor”.
Lo demás sucedió muy rápido. La operaron en abril de 2014 y para entonces había perdido la vista casi por completo y sólo distinguía alguna que otra sombra: "El médico me dijo que en tres meses volvería a ver y me aferré a eso. Pero pasaron esos meses y luego seis más, sin novedades. Cuando se cumplió el año me resigné a que no volvería a ver".
Hoy, Fátima logró acomodar su vida: estudia el último año de la tecnicatura en Comunicación Social en el terciario 9-001 de San Martín, aprendió a moverse con soltura por su casa, perdió el miedo a salir a la calle y la angustia de ya no ver. Pero fue un proceso largo, con obstáculos, llantos y reveses.
“Siempre fui una mujer independiente. Crié a mis hijas sola y tal vez por esa actitud, cuando perdí la vista, no quise aceptar ayuda”, recuerda.
Y reconoce: "Lloraba día y noche, pensaba que me vida se había acabado y para colmo, no sabía ubicarme en los espacios y me llevaba todo por delante. En esos meses, una infinidad de veces me golpeé, me caí, me corté y me quemé. Sentía una frustración enorme".
Salir de ese pozo emocional no fue sencillo y demandó, antes que nada, la aceptación: “Empecé a ir a un taller para ciegos en el municipio de Junín. Al principio, para conformar a mis hijas. Pero ese fue el comienzo de mi cambio”.
Allí con la ayuda de Gonzalo Méndez (a cargo del taller) aprendió braille y el manejo de programas de PC y celulares para no videntes, también técnicas de orientación y movilidad.
Lo siguiente fue animarse a caminar por la ciudad e imaginar los espacios, reconocer sonidos y sensaciones: "La brisa en la mejilla te avisa que llegaste a una esquina", dice como quien revela un secreto, y recuerda que en esos días decidió tomar un primer colectivo y que también se quitó ese miedo.
Ayuda de los compañeros
Mariana es compañera de Fátima en el terciario. Se conocen desde el primer año y destaca en su amiga la fuerza de voluntad: "Hay que animarse a estudiar en una institución que, como pasa con la mayoría de los lugares, no está preparada para la inclusión", dice Mariana, quien con ayuda de otros compañeros y a lo largo de dos años fueron leyendo y grabando los textos que se daban en la carrera.
Con ese material, que hoy forma parte de una incipiente colección de apuntes grabados y audiolibros, Fátima estudió cada materia y rindió en forma oral, con un promedio global por arriba del 8.
"Para entrar al terciario primero tuve que completar el secundario", recuerda y aclara: "Para mí es un aprendizaje mutuo en el que yo busco adaptarme al aula de la mejor manera y los compañeros y docentes hacen lo mismo.
“A veces funciona mejor y a veces no tanto porque la realidad es que hay profesores que no quieren cargar con la tarea de adaptar sus clases y en el fondo, las instituciones no están preparadas para la inclusión de la que tanto se habla”, se lamenta.
En 2018 Fátima hizo una pasantía en la radio municipal de Junín, donde tuvo su propio espacio matinal en el que, precisamente, tocaba temas relacionados con la inclusión.
Este año termina su tecnicatura y ya piensa en lo siguiente: "Una opción es hacer la licenciatura, también me gustaría comenzar una tecnicatura en Agronomía", enumera, hace una pausa y cierra: "Pero mi sueño es volver a trabajar, para eso me preparo".
“Su caso fue clave para nosotros”
Adrián Biasiori es el coordinador de la Tecnicatura en el terciario 9-0001 de San Martín y conoce el caso de Fátima Calvete de cerca, porque la tuvo como alumna en primer año.
"Está claro que la educación clásica no está preparada para tener alumnos ciegos, y los docentes muchas veces no sabemos cómo encarar esa situación", explica el coordinador, y sigue: "El caso de Fátima en nuestra carrera ha sido clave, porque fue el primero y abrió un camino que ya transitan otros dos alumnos más".
Biasiori sostiene que Fátima despertó en el aula gestos de solidaridad que llevaron a que un grupo de compañeros grabaran en audios los textos que debían estudiar: "Pero es necesario que esa solidaridad se institucionalice, que se vuelva una norma, para que la inclusión no dependa de la solidaridad y en eso estamos trabajando".