El extraño caso del conejo ovíparo de pascuas

Un bloggero experto en gastronomía de Planeta Joy explica las razones de una tradición difícil de comprender.

El extraño caso del conejo ovíparo de pascuas
El extraño caso del conejo ovíparo de pascuas

Un conejo que pone huevos de chocolate a principios de primavera (en el hemisferio norte) es tan intrigante como el milagro de la resurrección de Cristo y su encarnación mística en el vino y el pan, representado de paso en las espigas de trigo y el ramo de olivo que abunda en estos días. Así de complicado y fascinante está el ámbito gastronómico un domingo de ramos, aunque cada cosa tiene una explicación.

La Pascua, tal como la conocemos, es el resultado de un unos 5 mil años de sincretismo –esa fusión popular que trasciende todas las doctrinas religiosas- y que logra combinar diferentes creencias y calendarios del pasado en una fecha imprecisa, para colmo. En estos tres días, sin ir más lejos, los cristianos celebran la resurrección de Cristo, los judíos la salida de Egipto y los pueblos de origen celta la llegada de la primavera, tal como se hacía en tiempos de griegos y romanos.

Una curiosidad de la pascua es que resulta móvil: digamos que puede ocurrir entre el 20 de marzo y el 25 de abril, que es el período en el cuál, según el año, coincide la luna llena con el inicio del equinoccio de primavera y otoño. Antiguamente los calendarios eran lunares, y de ahí que el cómputo se haya heredado así.

Los dulces vinos de las pascuas

Lo curioso del caso es que cada uno de estos credos celebran la misma fecha con una comida ritual en la que el vino ocupa un lugar importante. Por ejemplo, la vigilia católica reclama la abstinencia de la carne como un sacrificio simbólico –de modo que la comida es a base de pescados y harinas- pero no así del vino, representación de la sangre. El Pésaj, por su parte, que demanda recrear las penurias sufridas por el pueblo judío al cruzar el desierto del Sinaí, exige un menú de 12 pasos, más bien austeros –huevo duro, pan ácimo, fideos, sopa de pollo entre otros- aunque aliente el consumo de vinos dulces para reconfortar el alma en pena.

Cualquiera sea el rito de pascuas, el vino debe estar presente. Para los Cristianos tintos preferentemente, lo mismo que los dulces mistelas y vinos de misa. Mientras que en el Pésaj se sirve kosher Mevushal, un tipo especial de vino elaborado con mostos pasteurizados previamente, por lo que resultan dulces.

El insólito caso del conejo ovíparo

Pero si el rol del vino en la pascua está relativamente claro, el que no está explicado es el del conejo que pone huevos, para más datos, de chocolate. Aquí vuelven a cruzarse las tradiciones religiosas y gastronómicas de forma curiosa.

El conejo era un símbolo de fertilidad para los pueblos del norte de Europa. No es difícil de imaginar cómo llegó a ese mérito, con su conocida capacidad de procreación. Que el conejo coincida con la Pascua suele explicarse en el marco de la llegada del primavera y los tiempos blandos en el hemisferio norte: las plantas brotan, la vida vuelve a campear al cabo del invierno y comienza un tiempo fértil. Y precisamente para los pueblos eslavos la diosa de la fertilidad era Oester, palabra de la que derivaría según afirman los filólogos “Easter”, pascua en inglés y alemán, que encarnaba de paso en conejos.

El caso del huevo tiene otra explicación. En casi cualquier creencia representó la fertilidad, mientras que desde siempre fue una fuente importante de alimento. De ahí que no parece extraño que, así como el sincretismo religioso puede mezclar dioses y costumbres de rincones tan disímiles como Medio Oriente, el Norte de Europa y el Norte de África, el huevo ocupe un lugar fundamental en esta mezcla fertilidades y esperanzas futuras.

En esa combinación de vino, comidas especiales y comienzo de la primavera –insistimos, en el hemisferio norte- que un conejo ponga huevos de chocolate es un dato típico de una mitología gastronómica que aún permanece inédita. Pero ningún sincretismo reclama explicaciones lógicas. Y así, el conejo, por ejemplo, logra filtrarse en la tradición cristiana ya no como alimento en la última cena, sino como testigo y cronista de la resurrección, según algunas leyendas.

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