Puede que me equivoque. Reconstruyo a partir de recuerdos infantiles y no he encontrado muchos datos al respecto. En un programa televisivo de fines de los 70 y principios de los 80, protagonizado (paradójicamente) por una troupe de cómicos uruguayos, se mostraba un sketch en el que un turista argentino en el extranjero se encontraba casualmente con un compatriota residente en el lugar.
Se entablaba una animada conversación sobre los tópicos de la argentinidad: la política, la economía, el fútbol, la música y la literatura, las mujeres, la comida. Invariablemente, el argentino residente denostaba de forma implacable todos los elementos de la identidad nacional, frente a las tibias objeciones del turista.
El sketch remataba con el turista marchándose, entre intimidado y abatido, dejando solo en escena al residente que, mirando a la cámara y entre sollozos, pedía a su madre que le mandara el pasaje de vuelta, un kilo de yerba o un frasco de dulce de leche.
La representación no era casual ni del todo inocente. Eran tiempos reales de exilio y de destierro y el gobierno militar de entonces no miraría con antipatía una sátira de los argentinos residentes en el exterior.
Pero algo verdadero y profundo mostraba la farsa. El éxodo argentino no se ha detenido desde entonces, aunque hayan cambiado los motivos y la modalidad del extrañamiento.
Convertirse en extranjero es una experiencia difícil y dolorosa, en lo intelectual y lo afectivo, que ha fascinado a no pocos literatos y pensadores, desde Goethe a Camus.
En la actualidad se tiene la sensación de que las distancias son menos importantes, o que es posible trascenderlas con mayor facilidad, gracias a los medios tecnológicos a disposición. Esto es verdad hasta cierto punto.
Ya no hay que esperar que la prensa internacional o la correspondencia llegue por algún transporte físico para poder leerla, siempre con retraso y limitándose a la perspectiva o tendencia del periódico o la revista, el familiar o el amigo. Ahora es posible consultar on line prensa escrita, blogs, televisión o radio de cualquier parte del mundo.
Por su parte, las redes sociales y otros medios electrónicos permiten un contacto personal, no necesariamente mediado por órganos periodísticos o de información. Parece que los que viven en el exterior pueden mantener sin limitaciones la experiencia de seguir viviendo en el país? pero no es así. Ni los medios periodísticos ni las redes sociales son un sustituto eficaz para reproducir fielmente la realidad de la vida en la Argentina, ni en ningún otro país.
Las redes sociales son un instrumento que mejora las condiciones de la comunicación, lo que no implica que mejore la comunicación en sí. Son medios que favorecen el mensaje breve, intuitivo y superficial. Nadie publica tratados ni diálogos platónicos por Facebook o Twitter. No obstante la sensación de presencia y de cercanía existe. En las redes sociales los argentinos residentes en el exterior permanentemente postean y comentan noticias o novedades del país.
Se advierten en ellas ciertas prácticas dominantes que recuerdan al número de los cómicos uruguayos. Muchos de mis contactos son académicos de ciencias humanas y sociales. Algunos presumen de estar en una posición que les da una perspectiva privilegiada, una mayor lucidez o visión de conjunto de lo que sucede en la Argentina.
¿Es así? Parece que sólo les interesa comentar las noticias negativas que les llegan del país: torpezas, contradicciones o corruptelas del gobierno, crímenes y delitos, catástrofes y accidentes, vergüenzas colectivas. Son particularmente afectos a las estadísticas y a los datos comparativos que dejan mal parada a la Argentina.
No tienen ningún interés por comprender una realidad compleja; sólo quieren criticar, condenar o ironizar. Sus consideraciones sarcásticas rivalizan en ingenio. Sólo parecen recuperar su orgullo nacional con los logros deportivos nacionales o los de deportistas argentinos que se desempeñan en el extranjero, como Messi o Ginobili. Resulta un poco patético: para ellos la valoración de lo argentino siempre proviene de afuera.
Cada uno es libre de decir lo que quiera, pero ¿qué autoridad tienen para hacerlo? ¿Qué valor tienen sus comentarios? Recolectar basura es una actividad honrada e imprescindible. Recoger basura vocacionalmente, para después repartirla o dispersarla, contaminándolo todo, es indigno y hace daño.
Dejaré de lado la profunda injusticia e ingratitud que constituye tal actitud hacia el país que les dio un entorno favorable para crecer y madurar y que en ocasiones se hizo cargo de su formación universitaria, para centrarme en su explicación.
El fenómeno tiene su motivación psicológica. Muchos argentinos en el extranjero necesitan convertir su extrañamiento en exilio, en algo que es ajeno a su voluntad y que obedece a fuerza mayor.
Esto, naturalmente, no se logra explicando que no tienen la suficiente voluntad o resolución de habitar aquí (pase lo que pase) sino que la Argentina es un país caótico, irracional, absurdo, miserable o irremediablemente corrupto, en el que no se puede vivir. Sólo así consiguen justificar su módico y personal "destierro".
Adicionalmente, su decisión de vivir fuera del país los ubica, en el ámbito de su autoestima y sus relaciones, por encima de los compatriotas que se quedaron, convirtiéndolos implícitamente en cómplices o en idiotas, al consentir condiciones de vida para ellos inaceptables. Esto es tan falso como afirmar que todos los que se fueron son unos cobardes o traidores.
Es muy frecuente que -desde diversas posiciones ideológicas- reclamen la definitiva superación de ese nacionalismo estrecho y retardatario en el que identifican a la raíz de todos los males argentinos.
Una actitud plenamente coherente con ese reclamo sería que olvidaran de los afanes y las pequeñas miserias nacionales y se dedicaran a comentar las noticias o el estado de sus países de residencia, seguramente más prósperos, ordenados y modernos que el nuestro (a las regiones perdidas o castigadas del mundo sólo van los misioneros). O que asumieran su condición de "ciudadanos del mundo", si es que existe algo así.
Si se autoexcluyeron de esta loca, accidentada y a menudo frustrante aventura llamada Argentina y tampoco están dispuestos a hacer el esfuerzo por entenderla, deberían evitar referirse a ella y dejarnos en paz a quienes no hemos renunciado ni a lo uno ni a lo otro.
No obstante, en ese empeño por seguir ocupándose -sin cautela y con saña- de los asuntos del país, los extrañados ejercen un tipo poco estudiado de nacionalismo, muy antiguo pero siempre renovado, que no parece haber tenido la suficiente categoría como para entrar en la clasificación que nos explicara el profesor Buchrucker en sus clases.
Es un nacionalismo denigratorio y autodegradante, el del argentino acomplejado y llorón, que piensa que toda particularidad argentina es una anomalía y que el único destino deseable del país es la supresión de toda diferencia o discontinuidad que lo separa del mundo. Al pensar que ha purgado de sí toda argentinidad negativa, manifiesta el compendio de las actitudes más reprobables de la identidad nacional.
No todo argentino en el extranjero es así: hay quienes entienden perfectamente las limitaciones de la distancia y guardan un prudente silencio. O bien se esfuerzan por entender los asuntos del país en su verdadera complejidad. Es, desde sus circunstancias particulares, la mejor manera de honrar su identidad.
Las opiniones vertidas en este espacio, no necesariamente coinciden con la línea editorial de Diario Los Andes.