Así es este juego de caprichoso y de fascinante. Hubo que esperar casi un mes para que Boca y River, protagonistas de una comedia de enredos que a lo largo de cuatro semanas ofreció de todo menos fútbol, entregaran un cuarto de hora a todo voltaje. De chato, estudiado y aburrido, el Superclásico terminó siendo dramático e imprevisible. Inolvidable.
Hizo falta primero que a Boca le expulsaran a Wilmar Barrios y quedara al borde de perderlo todo. Y que River materializara en el marcador esa supremacía que insinuó casi desde el arranque del segundo tiempo. Entonces sí: roto el partido, desequilibrada la balanza, libres de ataduras, los 21 protagonistas se calzaron las pilchas del amateur que alguna vez fueron y salieron por todo.
Andrada dejó de ser un arquero dubitativo para convertirse en centroforward ávido de gol. Pratto, acalambrado y exhausto, sacaba fuerzas de vaya a saber dónde para correr rivales. Iba y venía la pelota en un Bernabéu un rato antes somnoliento. Armani a los gritos, Juanfer Quintero a puro estiletazo, Nandez corriendo y metiendo como si fuera el último partido de su vida. Pity Martínez gambeteando. Futbolistas exhaustos metiendo un pique más. Ofreciendo el corazón y dejando el alma.
Afuera, de Boca, de River o de cualquiera, la multitud contenía el aliento. Lo que hasta entonces había sido un ajedrez indescifrable, mezcla de precauciones, ataduras y nervios, se convirtió en fútbol de potrero. De un lado se aferraron a la ventaja conseguida y la defendieron con más corazón que orden. Del otro, decididos a no entregarse, dejaron la vida aun intuyendo un final adverso.
Boca y River, los mismos que esperaron un mes para salir a la cancha, los mismos que se dedicaron a las acusaciones bobas y a las chicanas de barrio, salieron a la cancha y parecieron abrumados por tanto entorno y tanto morbo. Hasta que se rebelaron. Le dijeron basta a tanta especulación. Convirtieron una final olvidable en un final extraordinario, lleno de amateurismo. Reivindicaron a ese fútbol que había sido herido de muerte con tanto escritorio y tanta Conmebol. Se bajaron las medias, fueron y vinieron.
Y lograron algo impensable: que el Superclásico argentino, llevado a Madrid por obra y gracia de un capricho, no sea recordado por ese absurdo. Se hablará por siempre de aquel Boca-River exportado a Europa que nos dejaba mal parados y que terminó a toda orquesta. Con un final que reivindica al fútbol argentino. Al de la canchita de barrio. A su esencia, tanta veces mancillada.