"Conocedor profundo de esta idiosincrasia populachera, el ‘gauchito Lencinas’ que desprecia el ‘guardar las formas’ y el ‘qué dirán’, se encarama a las tribunas en los mitines públicos que realiza su secta y grita con cinismo único:
-Los ‘gansos’ me dicen que soy ladrón. ¡Sí, es cierto! Yo les robo a los ricos, para darles a los pobres. ¡Tomen, aquí tienen!". Carlos Arroyo, Barbarie (1927)
Ya desde su primera novela publicada (“Barbarie”, 1927), el novelista mendocino Carlos Alberto Arroyo (1902 - ¿?) se inscribe en una línea de relevancia dentro de nuestras letras provinciales: la que responde a una intencionalidad política, nutrida por las complejas alternativas de la historia lugareña.
Si, como hace notar Abelardo Arias en el artículo titulado “Narradores de Mendoza. Del costumbrismo a la fantasía”: “En Mendoza, como en el resto del mundo, la ficción comenzó por intentos de relatos costumbristas, folklóricos y muy teñidos de acotaciones políticas lugareñas” (1974), no menos cierto es que la relación entre literatura y política no solo no desaparece, sino que se consolida a medida que transcurre el siglo XIX y aun el XX.
En cuanto a Arroyo, existe todo un sector de su obra que bien podría denominarse “la saga de la Mendoza lencinista”: se inicia en 1927 con “Barbarie” y culmina, en 1961 con “La furia de los vencidos”, quizás su novela más lograda. En esta línea narrativa, sostenida en lo temático, se registra empero un sorprendente hiato temporal entre el primer texto y los restantes: “Odio entre hermanos” (1959); “Políticos enloquecidos” (1959); “El Interventor Federal” (1960) y “La furia de los vencidos” (1961).
La primera pregunta que surge es el por qué de esta pausa, si bien la pluma de Arroyo no estuvo ociosa en este período, ya que publicó otras novelas de temática diferente: “La universidad del amor” (1933); “Estudiantina” (1942) y “Una porteña snob” (1929). No lo sabemos.
Lo cierto es que en la década del 50 retoma su pintura de una etapa tan agitada de la vida mendocina, aunque con una mayor distancia temporal, lo que explica el hecho de que a la palmaria declaración de intencionalidad política hecha en el prólogo a “Barbarie” siga ahora la pretensión explícita de que sus textos sean leídos completamente como ficción, tal como reza el epígrafe de “El Interventor Federal”. Y esto es muy importante, porque nos permite plantear la diferencia entre dos modalidades narrativas, en cierto modo próximas, pero distintas: la novela histórica y la novela política.
La novela histórica es la que intenta la reconstrucción “arqueológica” de un tiempo pasado, y lejano al momento de la escritura, mientras que por novela política entendemos -con María del Carmen Tacconi- “aquella que enfoca, desarrolla y expone tesis o mensajes de clara intención política, sean éstos implícitos o explícitos” (1999). Dentro de esta modalidad narrativa se destacan por su abundancia las obras que textualizan la violencia política y sus consecuencias, comenzando por “El Matadero”, de Esteban Echeverría.
Podemos comparar como ejemplo dos versiones de un mismo argumento, aparecidas con una distancia de treinta años; “Barbarie” (1927) y “Odio entre hermanos” (1959). Ambas novelas se centran en el relato de un idilio truncado por la violencia política, que trae como consecuencia la muerte del protagonista, un joven y promisorio dirigente “conservador”. Ambas, igualmente, se ambientan en el Tunuyán de las primeras décadas del siglo XX, y el medio, tanto geográfico como humano, aflora en ricas descripciones que complementan y enriquecen la acción principal.
Empero entre ambos textos -y a favor de una mayor distancia temporal- puede advertirse, si no una evolución al menos una morigeración del pensamiento político de su autor y de las invectivas que dirige contra los males de la denominada “política criolla”.
Operan en este sentido, en la segunda versión, la eliminación de algunos pasajes -concretamente los paratextos de la primera edición-; el “borramiento” de los nombres propios y de ciertas circunstancias históricas concretas (por ejemplo, las referencias a Lencinas) y una mayor preeminencia dada al componente costumbrista por sobre el político. De este modo podríamos ejemplificar, a través de la narrativa de Carlos Arroyo, la distancia que media -no siempre en forma tajante- entre esas dos modalidades narrativas emparentadas: la política y la histórica.
Rodolfo Borello (“Literatura mendocina (1940-1962)”). Artes y letras argentinas. Boletín del Fondo Nacional de las Artes nº 14. Buenos Aires, año III, feb.-mar. 1962) lo ubica en sitio destacado en la generación de narradores que aparece alrededor de 1950 y señala que “es evidente en Arroyo la presencia del estilo narrativo de Gálvez, donde mucho más que la creación del orbe novelesco mismo, con su desarrollo y su estilo particular, importa la pintura de una realidad que apasiona al autor y en la cual el autor toma partido”. Además, acerca de su valor para la cultura mendocina, señala que “lo histórico se sobrepone a lo literario, pero la obra de Arroyo restará utilísima pues testimonia una serie de sucesos que de otra manera se hubieran olvidado”.
De todos modos, sobre todo en su última novela, como dije, hay una notoria elaboración literaria que la distingue de las demás, a través de la construcción de un ámbito simbólico (la casa) cuya destrucción simboliza (como también lo hace Manuel Mujica Láinez en la novela homónima) la caída y la ruina, no solo de una antigua familia, sino también de todo un estilo de vida, nacido al calor de una situación política ya en trance de desaparición: “Nublada, la tarde parecía de otoño. Corría viento, uno de esos vientos monótonos, perezosos, sin ráfagas huracanadas. Los ánimos se predispusieron sin tardanza para incursionar hacia las cosas del pasado. Una sensación perturbadora se hizo presente [...] ¿Nostalgia, una irreprimible tristeza ante la imposibilidad de atrapar el tiempo? A cada uno le fue fácil entrecerrar los ojos y recordar los hechos gratos, las remembranzas [...] El corazón estaba ahí en la palabra que añoraba modos de vida que se anudaban con las costumbres de los antepasados [...] Todos, de pronto, descubriéronse jóvenes [...] El tiempo no había pasado. Eran felices [...] Y en La Isla no estaban solos. El ambiente y el aislamiento infundían valor [...] Era una coraza contra los nuevos hábitos” (Arroyo, “La furia de los vencidos”).