Una historia de cómo la tristeza y la soledad nos invaden sin que nos demos cuenta

El escritor Fernando Bertonati comparte en nuestra sección Aguante la ficción este relato escrito hace un tiempo.

Una historia de cómo la tristeza y la soledad nos invaden sin que nos demos cuenta
Francisco Bertonati comparte en nuestra sección Aguante la ficción su relato titulado "La jaula".

La Jaula

Se me ocurría pensar en los espacios grades y verdes, y así recordar días lindos, por decirlo de algún modo. Pero no, el pensar no me llevaría a esos sitios, esa era la única verdad que podía imaginar. Los lugares amplios, grandes y verdes, estaban vacíos y este pensar intentaba encontrar una salida a mis días oscuros.

Sin nada sólido, caminaba con una tristeza de esas que parecen estructurales, las que se notan en el rostro y se arrastran. Esa tristeza era la definición de mi semblante y motivaba preguntas del tipo: ¿Estás bien? ¿Te sentís bien? Que siempre terminaban incomodándome. El frío viento de esa tarde también era estructural, helaba los argumentos. El día estaba oscuro, apenas mostraba algo de lucidez. Todo era gris. Caminar era un ejercicio casi obligado, volvía de trabajar. Pero también era un ejercicio relajante en la oscuridad. Cada paso serenaba mi ansiedad.

Creo haber girado más de una vez, perdí la cuenta. Casi no se veía gente, aunque las ventanas de las casas traslucían algo de la calidez de los hogares. No sé si era exactamente eso, o se trataba de algo que necesitaba o quería ver. Anhelaba el aroma del café, el color amarillo y rojo de un hogar encendido, una charla. Tal vez en esos lugares la soledad era más aguda que mi pasar, pero suelo imaginar en esos momentos que todos se encuentran en una situación mejor, y sé que le pasa a muchos. Y así, esas casas, repletas de humanidad, eran el reflejo de lo que no tenía o quería tener.

Al girar, una vez más, vi a través de una ventana una pequeña jaula, y para ser sincero, era espantosa. Negra y en estado de ruinas, pero conservando su función: seguía siendo una jaula. No sé por qué me llamó la atención. Sí sé, que me detuve un rato, casi como hipnotizado y perdí la noción del tiempo. Miré esa pequeña jaula durante un tiempo del que no tengo registro. No podía dejar de mirar ese espectro de fascinación. Llegué a perder la noción de la perspectiva. Los detalles horrorosos de esa jaula estremecían y a la vez generaban un efecto adictivo a la vista. Los detalles de la herrumbre le daban una serie de tonalidades oscuras, en los tonos azules y verdes, que simulaban el moho del mar. La luz tenue de un hogar en ruinas iluminaba los perfiles. La mugre la traspasaba, como traspasan las palabras, y apenas si se vislumbraba un ave, un ser, un “algo” en su interior. La sala en la que la jaula habitaba estaba invadida de una oscuridad que la tenue luz de la hoguera hería. No había restos de algo humano. La jaula y la sala… la soledad.

Me pregunté sobre la obsesión de esta soledad. Y la verdad es que no tengo respuestas. Por horas permanecí mirando por la roída ventana el trémulo objeto. Ni siquiera era llamativo ni tenía un sorprendente tamaño. No estaba cargada de belleza, no entraría dentro de lo que podríamos llamar “algo atractivo”. Sin embargo, la atracción estaba y de alguna manera era fascinante. La jaula me atrapaba desde afuera. Me invitaba a la soledad de sus rincones. Algo era, algo había allí. Algo.

Estábamos entrando en una extraña relación o un vínculo. Los lazos eran fuertes y sólidos, abrazadores. Lo terrorífico también. El frío cristalizó las horas y tuve que partir. Una toz ronca raspó la mirada, desperté y me fui.

La primera sensación fue de vacío. Pasaron días sin volver a encontrar dicho espectro. No es que no quisiera experimentar esa sensación. Pero la primera dificultad fue dar con la escena, con el lugar. No tenía la más remota idea de donde estaba esa ventana, la sala, la jaula, el hogar. Así, pasaron horas y días sin dar con la secuencia.

Al fin, con las mismas dificultades y casualidades llegué al mismo sitio. Puede que la conjunción de elementos garantizaran su existencia. Es decir, me da la impresión de que la tarde fría, el gris, daban existencia a la jaula, sin olvidar mi estado de ánimo. Pero esto es como es y lo que digo son conjeturas propias de la fantasía. Lo cierto, lo concreto, es que llegué a la misma secuencia de elementos y esta sí fue la última visita, mi última vista.

Atrapado en las mismas calamidades, perdí las horas, sabiendo que no era una buena inversión. Perdí las horas. Mirar tras mirar, perdiendo días y horas. El tiempo no tenía ni consistencia ni realidad: ¿No sé si la ha tenido? Casi pareció una eternidad y a la vez un instante.

No quiero redundar en detalles descriptivos. La jaula era lo que era y las palabras traicionarían su estar y ser. El dibujo de la misma sería simple. Sin embargo, en un arranque de no sé qué locura, rompí la ventana y abrí las ataduras del objeto. Casi podrían pensar que se trataba de una instancia liberadora, pero no. Algo salió de allí, como volando. Era la más solitaria de todas las sensaciones, la calamidad de los secretos, la absurda fragilidad de la existencia: salió el ESPANTO.

No me preguntes ni donde se alojó ni que cavidad es la actual jaula de su rugido. Ahora, puede que vuele buscando a quien vaciar, en la repetición del eco embriagante de su canto. No me preguntes y por las dudas: si te encuentras con alguna tarde fría, una ventana roída, una secuencia oscura, simplemente… ¡No te detengas!

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