“¡Papi sube! ¡Papi baja! ¡Papi sube! ¡Papi baja! ¡Papi sube! ¡Papi baja! (...) Mis custodios cantan y juegan. Cantan, y jugando se convencen de que, a diferencia del abuelo, su papá baja por ese Pozo para, enseguida, subir. Para aparecer. Juegan, y cantando le ponen vida a un reducto de los muertos”. En este pequeño párrafo de la novela de Ernesto Espeche está concentrado el pulso narrativo que impregna toda su extensión.
“Treinta y nueve metros” es una ingeniería, en primera persona, que articula la anécdota que da aliento a toda la novela con otros muchos rincones del universo que abarca. Es un relato-trayecto que va de afuera hacia adentro del personaje, que mira hacia el pasado y vuelve al presente, que toma pequeños atajos en apariencia intrascendentes para volver a la ruta principal.
Es una ingeniería, decimos. Inteligente en su estructura y estilo narrativo que provoca en el lector la sensación de que pasado, presente y futuro son puro “hoy aconteciendo”: vivo, latente, asfixiándonos o insuflándonos el oxígeno de esa bocanada salvadora, contagiándonos la nostalgia del repaso memorioso o inyectándonos la certeza de la vida milagrosa. Hay datos que le dan un pulso casi documental a la ficción, la certeza de que la historia de muchos desaparecidos en los pozos y en las aguas de este país han vuelto hechos consigna: “Nunca más”.
La trama sigue a un hombre que viaja a Tucumán con su familia para reconocer los restos de su padre, médico, desaparecido durante la dictadura. Han encontrado sus huesos en un pozo de 39 metros de profundidad. Hasta allá viaja el personaje para encontrarse con su guía en ese descenso hacia la verdad que se llama Ruy. El protagonista, que nos cuenta toda su historia como si de un amigo nuestro se tratase, emprende ese viaje inolvidable en el auto con su mujer y sus hijos. Está atravesado por las dudas, los miedos, las constancias, los recuerdos, las presencias y las circunstancias.
“Los cuerpos... hay un tema con los cuerpos. Los cuerpos son desobedientes, no acatan, sumisos, las premisas de una razón estructurada. Buscan liberarse, despojarse, rebelarse. Entonces, aunque reciban la orden de desaparecer, pujan, desde lo más profundo de su obstinación, para salir a la luz. Emergen. (...) Hay un tema con los cuerpos, te decía. Una paradoja. Para muchos tener un lugar donde ir a poner una flor a sus familiares aparecidos significa cerrar una historia. ¿Te parece poco? Uno no puede más que conmoverse ante esa o cualquier otra forma de redención”, le dice Ruy a nuestro personaje.
Porque efectivamente en esta novela no hay un solo protagonista. El hijo que va al encuentro del padre es solo la punta de este ovillo complejo que arma y desarma mientras escribe Ernesto Espeche. Allí también está la experiencia de un niño que ve cómo queda huérfano así, en dos minutos, a punta de pistola y confusión. Allí está la sensación tenebrosa y asfixiante de ese niño -ahora hombre- descendiendo al encuentro de lo indecible que el horror le quitó. Allí está la tarea arquelógica de los que buscan aferrados a la verdad y la justicia, los libros leídos, la vida reconstruida, la imposibilidad de olvidar. Allí están los vecinos, los compañeros; los que recuerdan, los que no; los que matan, los que reviven.
“Treinta y nueve metros” es una experiencia que se traslada a nuestro cuerpo y nuestras sensaciones. Y nos interpela: ¿cómo es posible olvidar lo que espanta apenas se atiza la memoria?, ¿cómo es posible desentenderse de esos hombres y mujeres lanzados a los pozos y las aguas? Hay quienes nos cuentan sobre ellos hoy. Y lo hacen como Ernesto Espeche: en carne viva, en primera persona, con lujo de íntimos detalles que encuentran su verdad en la literatura.