Manderley es como Xanadú o como Tara: un espacio imaginario en el que desde hace décadas transita la memoria colectiva de generaciones de cinéfilos. Un lugar querido. Incluso sagrado. Por eso, cuando alguien se atreve a profanarlos, las críticas se desploman con rencor sobre los responsables. Y si la causa de todo no es estrictamente artística, sino un capricho mercantil, como en este caso, la cosa se agrava.
Así de encarnizada fue la crítica generalizada a la “Rebecca” de Netflix, basada en el clásico que dirigiera Alfred Hitchcock en 1940 (fue su primera película en Hollywood). ¿Pero por qué? Ben Weathley, quien también dirigió “Kill List”, nos presenta una versión mecanografiada de la película original, que a su vez se basaba en una novela de Daphne Du Maurier. Antes, cuanto tuvo como protagonistas a Joan Fontaine y Laurence Oliver, el filme era una delicia visual; ahora, con Lily James y Armie Hammer al frente, vemos cómo se enamoran y luego se histeriquean un par de influencers vestidos con ropa vintage.
Más allá de esa pátina melodramática, la historia tiene casi nulas variaciones: una joven ayudante de una señorona aristocrática conoce, en un viaje a Montecarlo, al rico y codiciado Maxim de Winter, quien enviudó de su esposa Rebecca hace pocos meses. Se enamoran, él le propone casamiento y la invita a vivir con él en la inmensa y lúgubre casona que ha pertenecido a su familia durante siglos: Manderley. La joven, de quien nunca sabremos el nombre, va a tener que vencer su timidez y su inseguridad, al tiempo que descubrirá una horda de sirvientes hostiles, como la Señora Danvers, quien sigue siendo fiel a su ama anterior y considera a la nueva esposa de Maxim poco menos que una intrusa. En esa casa, aunque Rebecca ya no viva, sigue magnetizando todo con su ausencia.
Pero, ¿qué es lo que lleva a que un grupo de productores invierta dinero en una película ya realizada y, sobre todo, convertida en un clásico inimitable? ¿Hay alguna idea artística para enriquecer el título original, abordando cosas que no tuvieron su merecido desarrollo, o actualizando la historia de alguna forma?¿De qué forma el director evitará la redundancia, la copia degradada, la bastardización?
En realidad, ni siquiera tiene sentido que nos hagamos estas preguntas, porque los responsables de esta remake jamás se las hicieron.
La película en sí no es técnicamente mala, sino innecesaria, porque desde el momento en que “Rebecca”, que por estos días es de los contenidos más vistos de Netflix, se concibió como la “nueva versión” de otra cosa, quedó sometida a la despiadada lógica de la comparación.
¿Que no aporta nada de nada? Bueno, sí, agrega algunas cosas: básicamente, suma el color que la película de 1940 no tiene y un despliegue de locaciones y efectos visuales que antes no existían. Sin embargo, pocas veces hubo en el cine una decisión estética tan errada como querer “colorear” una historia que tiene su esencia narrativa en el blanco y el negro.
Las luces y las sombras
La elipsis es una figura retórica muy común en la literatura, que consiste en no nombrar algo para aumentar su poder de persuasión en el lector (“Esa mujer”, de Rodolfo Walsh, es el ejemplo paradigmático). “Lo verdaderamente importante nunca se nombra”, pareciera decir esa vieja máxima literaria, que Hitchcock tomó y la llevó al cine, un lenguaje que por esos años estaba en su esplendor y buscaba ante todo nuevos recursos para sorprender al espectador.
Fue entonces como una revolución, porque hizo una película en la que nunca conocemos a la protagonista. En “Psicosis”, 21 años después, volvería a torcer la norma matando a la supuesta protagonista en el minuto 40. Aquí Rebecca, esa “mujer inolvidable” a la que alude el título tal como se lo conoció en Hispanoamérica, es la gran ausente, el sujeto tácito, la hermosa elipsis. Pero para resolver ese punto vacío, Hitchcock inoculó la presencia de la fallecida en los personajes que viven de su recuerdo, en los objetos que le pertenecieron y, sobre todo, en la mansión: Manderley es Rebecca.
Manderley está humanizada, es un personaje más que respira en blanco y negro: transmite al espectador una frialdad insoportable, como si fuera un enorme mausoleo. Hitchcock enrarece los amplios espacios a través del uso de la luz y la sombra, porque el monocromo, más que una limitación técnica, es el recurso retórico que él usó para erigir el misterio.
Pero ahora todo ello se perdió. La Manderley de Netflix es una caricatura desangelada de la original: es una versión menos sangrienta de “La maldición de Hill House” y una variación, con menos telarañas, de “La cumbre escarlata”. Una mansión que apasionaría más a un periodista de Architectural Digest que a un amante del cine.
Pero ni siquiera llegamos a lo peor de esta remake: esa parte le corresponde, por supuesto, a los dos protagonistas.
Aunque Hammer haga el intento de componer un personaje con esbeltez aristocrática, fracasa. Su Maxim de Winter, más que sutil, es paquidérmico. Es inexpresivo y chato: ¿alguien podría pensar que, en los momentos en que se paseaba por Montecarlo como un dandy vanidoso, acababa de perder a su esposa?
Lily James, por su parte, no entendió la delicadeza, la modestia y la fineza del personaje. Su gestualidad es excesiva, sus arrebatos son telenovelescos y su forma de moverse nos recuerda más a Sandra Bullock en “Miss Simpatía” que a una inglesa tímida de la década del ’30.
Es inevitable pensar que, con otros actores, el resultado quizás no habría sido tan irregular. Solo Kristin Scott Thomas, como la Señora Danvers, está a la altura de la herencia de Hitchcock: logra un convincente retrato de ese personaje sibilino y ambiguo, que en la película original interpretó la gran Judith Anderson.