Ferdinand Griffon está infelizmente casado con una mujer presuntuosa y tiene un trabajo en la televisión que lo obliga a adoptar ciertos hábitos soporíferos, como asistir a un cóctel de la clase alta parisina. De allí que ni siquiera sepa que en la fiesta está parado al lado de Samuel Fuller. Así que cuando se entera que es un director, le confiesa que siempre quiso saber qué es el cine. Y la respuesta describe lo que tanto Fuller, un visionario incomprendido, como el hoy sobreviviente Jean-Luc Godard lograron: “El cine es como un campo de batalla: el amor, el odio, la acción, la violencia y la muerte. En una palabra, emoción”.
“Pierrot le fou” (1965) conforma el cierre de la etapa más desenfrenada de Godard. Una escapada infinita en ese precioso caos que siempre ha caracterizado al cineasta francés, último faro de la Nouvelle vague. En la película, una pareja de rebeldes huye de los mandatos sociales y apuesta a la divagación temida por la cultura hegemónica, donde la estética repetitiva es impuesta a las narrativas para limitar las posibilidades creativas.
El gran Jean-Paul Belmondo es Ferdinand Griffon, una parodia del héroe americano. Aunque para desgracia suya también lo llaman “Pierrot”, tal como le dice a cada rato su amada y pícara Marianne, interpretada por la musa eterna de Godard, Anna Karina. Ambos personajes emprenden un viaje sin retorno, saltando del campo al mar sin escalas. La única guía es una serie de escritos que redactan, reescriben y recitan, según sus estados de ánimo y las locuras derivadas del deseo, del amor y de la tragedia.
Como acostumbra en su filmografía, Godard reúne distintas fuentes para darle a su filme un estilo fresco y ecléctico aún casi seis décadas más tarde. Y no precisamente por sus reconocibles rupturas de la cuarta pared, composiciones visuales o falso raccord.
Desde el inicio, el realizador francés alude a Diego Velázquez, artista barroco que en su etapa más avanzada ya no pintaba cosas definidas, sino “los cambios silenciosos que se entrelazan dando forma y sonido”, tal como Godard pone en voz de Belmondo. Pero también invoca los musicales estadounidenses, la aventura de Julio Verne, el cómic de Roy Lichtenstein, el cine de Nicholas Ray -matriz de la Nouvelle vague- y, por supuesto, la novela negra “Obsession” (1962) de Lionel White, de la que Godard subvierte el tono culposo en pos de la liberación de los sentimientos.
Así, “Pierrot le fou” transpira en cada rincón pop art. El tratamiento de la paleta de colores primarios seduce a los espectadores a tal punto que el onirismo constante de la historia se siente, paradójicamente, orgánico y palpable. Rara vez falta el azul y el rojo en el cuadro, alternándose de acuerdo con las emociones de Ferdinand y Marianne, dotando una expresividad furiosa.
Retomando la escena del cóctel, Godard cita explícitamente a “Death and Disasters” (1963), la serie aterradora de obras de Andy Warhol donde tomaba imágenes sensacionalistas de medios gráficos y les otorgaba un solo color con un alto nivel de intensidad. Cortesía del ojo de su socio en fotografía, Raoul Coutard, el director asimila la noción de catástrofe en las serigrafías de Warhol y las traslada al discurso publicitario. Un tono único potente (verde, azul, amarillo, rojo) que aplana a los personajes y revela la unidimensionalidad de los ritos sociales, decorados por lo grotesco de mujeres cosificadas y costumbres frívolas.
A lo largo de la película, el excrítico de Cahiers du Cinéma pone en evidencia la dependencia humana a la sociedad de consumo. Por ejemplo, Ferdinand escapa de una oferta laboral en una empresa petrolera para pedir en una estación Esso que le llenen el tanque con el “tigre”. Y en su travesía con Marianne, la fuerza publicitaria domina la cartelería callejera, incluso con señales y referencias que presagian el peligro de muerte del protagonista.
En la antesala de su fase más política, Godard satiriza el tráfico de armas con la inclusión de agentes argelinos y el manejo de la guerra de Vietnam por parte de Estados Unidos y China, demostrando a través de la imagen cinematográfica que el juego de la violencia también puede venderse como el espectáculo. O como el peor teatro, tal como Marianne y Ferdinand demuestran en esa representación con disfraces orientales y tono jocoso, muy difícil de volver a ver en la actualidad.
En sintonía con su rechazo a lo convencional, el cineasta moviliza la fuerza del ritual narrativo para que los espectadores sean capaces de explorar y develar qué hay detrás tanto de los gestos de las criaturas como de las técnicas escogidas hasta llegar a lo subconsciente.
Durante el Instagram Live del año pasado, realizado semanas después de anunciar su retiro, Jean-Luc Godard recuperó a ese Ferdinand perdido entre la superficialidad del consumo cíclico, el bombardeo comunicacional y la posibilidad de volarse la cabeza cual caricatura infantil: “La televisión genera olvido; el cine, recuerdos”.
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