Una calurosa tarde parisina del mes de julio, en la primera planta del Museo del Louvre, cuatro hombres con guantes de goma entraron al ambiente de la Mona Lisa, quitaron el cristal protector, descolgaron el cuadro con extremo cuidado, lo apoyaron sobre un soporte, lo taparon, y, durante un buen rato estuvieron dando vueltas a su alrededor impartiéndose directivas entre ellos, corriendo cosas, martillando tabiques, encastrando piezas y lijando superficies.
Cuando todo se calmó y los hombres volvieron a subir la famosa pintura al muro, ahora, a su derecha, había un espacio vacío para otra pintura.
Veinte minutos después, los cuatro hombres colocaron el autorretrato de Vincent Van Gogh junto a la Gioconda, pusieron nuevamente el cristal protector, y una vez que todo estuvo según las estrictas directivas del museo, la gente se retiró, las luces se apagaron y se activó el sofisticado sistema de seguridad.
Bajo las sombras del lugar, Van Gogh parpadeó. Al autorretrato le llevó un buen rato entender la situación: lo habían desmontado de su pared en el Museo de Orsay, del otro lado del río Sena, donde había estado históricamente, para colgarlo en el Museo del Louvre, junto a la Gioconda, detrás de un cristal blindado. Había pasado de una vieja estación ferroviaria de fines del XIX, emblema de la Belle Époque, a una jaula de vidrio en un expalacio de reyes, cuya historia se remonta al siglo XII. En el medio –desde que lo descolgaron en un museo hasta que lo colgaron en el otro– había soportado tres días de intensa espera, guardado en algún lugar oscuro, incapacitado para apreciar nada, algo que le hizo pensar si no había sido secuestrado. Aparecer en el Louvre había sido una verdadera sorpresa que no sabía cómo tomar. Podía tratarse de una imprevista promoción, pero tenía sus desventajas. Lo habían alejado de sus vecinos y familiares, piezas concebidas por su mismo creador en la Europa decimonónica, y ahora tenía a su derecha a la dama más famosa del Renacimiento. Ella era, al parecer, su única compañera a partir de ahora, y vaya a saber hasta cuándo.
¿Era real o lo estaba soñando? Y si lo soñaba, ¿no se parecía a una pesadilla?
–Bienvenido al Louvre– dijo ella.
Él no agradeció de inmediato. Se tomó un rato y cuando lo hizo fue de una manera lacónica, fría, germánica. Ella interpretó que el recién llegado permanecía bajo el shock de la situación. Sin perder el tiempo en sensiblerías, afirmó:
–Nosotros siempre vamos a vivir.
Él la miró en silencio, con el ceño fruncido. Le habían dicho que la Mona Lisa hablaba hasta por los codos. Se lo contó su gemelo con sombrero, el otro autorretrato de Van Gogh, que está en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York; se lo contó durante una exposición en los años 90, donde coincidieron ambos cuadros en la ciudad norteamericana.
–Aquí vino en 1963 –había dicho entonces su gemelo–. La trajo De Gaulle para John Kennedy; un gesto que, afortunadamente, ningún presidente francés volvió a repetir en la historia. ¡Qué manera de hablar esa mujer, por Dios! Se las sabe todas. Imaginate: son quinientos años de historia. Y encima, creada por Da Vinci. Te apabulla. Llega un momento en que deseás que se le suelte el clavo y se desplome en el piso… Dios me perdone.
El Van Gogh recordó las palabras de su hermano norteamericano mientras miraba hablar a su nueva compañía. No podía entender qué había sucedido, por qué todo había sido tan rápido, si generalmente él solía enterarse con tiempo de las exposiciones afuera del Museo de Orsay. ¿Cómo nadie mencionó que iba a pasar un tiempo con la Gioconda en el Louvre? ¡Justo con la Gioconda, la eterna convicta a una prisión de cristal, que está más loca que siete cabras juntas! Ella, por su lado, seguía hablando, enroscada en una perorata filosófica sobre la inmortalidad del arte y el privilegio de pertenecer al selecto grupo de los clásicos.
–Caerán las dinastías, los imperios, ¡las religiones mismas!, y nosotros siempre estaremos en el mejor museo de entonces –hizo una pausa muy corta y luego insistió: – Piénselo: el mundo está lleno de grandes museos. Pero son contados con los dedos de una mano los que tienen la exclusividad de albergarnos en sus galerías. ¿Y sabe qué es eso? La importancia de tener un nombre, mi señor. Y tanto usted como yo tenemos grandes nombres detrás. Da Vinci y Van Gogh.
Hizo otra pausa breve y preguntó:
–¿Usted se acuerda de su creador? Porque calculo que debe recordar el momento mismo en que vio la luz, mi señor. El instante germinal, las primeras pinceladas de vida, y el artista detrás, acercándose y retirándose, yendo y viniendo, quedándose, retocando, acariciando, perfeccionando. ¿No se acuerda? Yo lo recuerdo claramente. Todavía, al día de hoy, lo veo a Leonardo. Todavía veo su barba entrecana, sus ojos pardos, su ceño fruncido. Lo veo desviando su mirada de mí para elegir el color preciso de la paleta. Lo veo mezclar los colores.
La Gioconda carraspeó levemente y luego dijo:
–¿Puedo contarle un secreto? Cada vez que lo recuerdo a Leonardo embebiendo el pincel en la paleta, la cerda se empapa de un espeso e intenso color azul. Es más: a la paleta la recuerdo muy azul, muy celeste, muy en esa gama. Debe ser porque el paso del tiempo me ha ido poniendo más verde. Y yo no era tan verde. Yo tenía mucho más azul en el cielo, este cielo que usted está viendo no era tan verde. Es más: lo miro a usted, tan azul, tan celeste…
–¿Puedo hacerle una pregunta? – dijo el autorretrato de Van Gogh.
La Gioconda abrió los ojos, sorprendida, no estaba acostumbrada a que la interrumpieran. Concedió con una torpe reverencia. A Van Gogh le costó encontrar las palabras. Cuando lo hizo, le preguntó qué hacían juntos, si ellos pertenecían a dos períodos remotos. Bajo qué criterio curatorial los habían reunido justo a ellos, íconos del renacimiento ella, y del postimpresionismo él.
–¿Simplemente… porque somos retratos? –preguntó el Van Gogh.
Ella lo miró con una expresión que él no supo distinguir si era una sonrisa o no. Cuando finalmente habló, la obra de Leonardo dijo:
–Me temo que no está informado, mi señor.
Van Gogh frunció el ceño. Ella parpadeó dos veces y entonces le contó lo que había oído un rato atrás, mientras los hombres trabajaban en el ambiente con nerviosa celeridad: un grupo fundamentalista religioso había amenazado con poner una bomba en el Museo de Orsay.
Van Gogh perpetuó su silencio todavía más. La Mona Lisa se explayó.
–Sería algo inminente. Y parece que esta gente ya ha cumplido otras amenazas peores. Por eso han reorganizado todo el Louvre. Usted no es el único recién llegado al lugar. Toda la colección del Orsay ha sido distribuida en los ambientes del Louvre a lo largo de los tres últimos días, y se esperan más obras para mañana. Su estancia sería, por el momento… definitiva.
Van Gogh perdió su mirada en el fondo verde, verde desesperanza, que hay detrás de la Gioconda. Nunca la palabra “definitiva” le había sonado tan lapidaria, tan gélida.
Recordó a sus últimos dos vecinos inmediatos: “Casas de campo con techo de paja en Cordeville” y, cómo olvidarla, “Marguerite Gachet en el jardín”.
Cuánto iba a extrañar a Marguerite.
Sobre el autor
Iñaki Rojas tiene varias novelas en su haber (”Un mendigo en el bulevar”, entre otras) y también monólogos que ha subido a las salas mendocinas; como “El humor en los tiempos del Ipad”. Además es guionista y de hecho busca financiamiento para “Superclásicos”, una serie que prepara para la Televisión Pública.
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