Cuando el pasado 8 de octubre se anunció que la poetisa estadounidense Louise Glück ganaba el Premio Nobel de Literatura 2020, las redes se llenaron de memes. Pero no de ella, desconocida para la mayoría de la gente, sino del bestseller japonés Haruki Murakami, quien espera paciente desde hace años su medalla. En palabras de Borges, en la misma situación, ya es “una antigua tradición escandinava” no otorgárselo.
El caso es que Haruki Murakami (71) quizás ya espera con cierta indiferencia cada mes de octubre: mejor, se ocupa de cosas que verdaderamente lo apasionan, como la música clásica y el jazz. Melómano confeso, quien sea lector habitual del escritor más famoso de Oriente habrá encontrado desperdigadas por sus libros (“Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, “Tokio Blues”, “Kafka en la orilla”, entre otros) muchas semillas musicales.
Y ahora, en una situación editorial para él inédita, deja que la música sea el gran protagonista de un libro suyo. A estas alturas de su carrera, es algo así como un gustito personal. “Música, solo música” (Tusquets) reúne las charlas que mantuvo durante dos años con Seiji Ozawa (85), quien fuera antiguo director de la Boston Symphony Orchestra, discípulo de Leonard Bernstein y Herbert Von Karajan, y hoy un mito viviente.
Murakami escribe al comienzo del libro: “Nunca había tenido la oportunidad de conversar con Seiji Ozawa sobre música hasta que comencé las entrevistas que forman este libro. Viví durante una temporada en la ciudad de Boston y a menudo, como un aficionado anónimo más sentado entre el público, asistía a sus conciertos cuando aún dirigía la orquesta sinfónica de esa ciudad”.
Una anécdota que los unió fue la clave del proyecto: el 6 de abril de 1962, Bernstein, quien era el director de la Orquesta Filarmónica de Nueva York, se dirige al público que colma el Carnegie Hall para avisarle que esa noche, en la que interpretarán el Concierto para piano N°1 en Re menor de Johannes Brahms, él no está de acuerdo con los tiempos (las velocidades) que el instrumentista quiere para la pieza. El pianista es Glenn Gould, un genio heterodoxo de la historia de la música, famoso por sus atípicas grabaciones de Bach y Mozart, por ejemplo.
Pero esa noche pudo haber sido muy diferente, porque de haberse producido el rechazo del público melómano, muchas veces furibundo, habría sido Ozawa, quien miraba todo tras bambalinas, quien hubiera tenido que salir a reemplazar a “Lenny”, de quien era asistente. Desde las butacas, Murakami miraba todo, sin saber que ese concierto quedaría registrado en el disco, en la memoria del entonces director aprendiz y en la suya propia.
Entonces se dijo que era una pena que esos recuerdos se perdieran: “Alguien debería grabarlo o dejarlo por escrito”, se planteó. “Y entonces pensé que esa persona podía ser yo mismo. Aun a riesgo de pecar de inmodestia, confieso que no se me ocurrió otra persona que pudiera hacerlo”, escribió en el libro.
Las conversaciones, que se dieron en lugares como Tokio, Honolulu y Suiza entre 2010 y 2011, son ahora patrimonio de la música y de la literatura, esas dos artes que han tenido tantos cruces a lo largo del tiempo: desde Thomas Mann, quien hizo que los protagonistas de “Doctor Fausto” y “Muerte en Venecia” fueran compositores, hasta el propio Gabriel García Márquez, quien escribió “El otoño del patriarca”, esa novela vertiginosa de solo seis párrafos, bajo la influencia sintáctica de la música de Béla Bartók.
El caso de Murakami es más literal. Con este libro se emparenta a un linaje de escritores que, eventualmente, dejaron de lado su narrativa para cruzar la frontera: “El odio de la música” del escritor francés Pascal Quignard (quien también es músico profesional) y “El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin”, ese apabullante ensayo sobre la música contemporánea de Alessandro Baricco (“Seda”), son dos ejemplos soberbios.
Quienes conozcan la biografía de Murakami, sabrán de esta larga afición. Cuando era muy joven, manejó un club de jazz en Tokio y a lo largo de los años reunió en su discoteca más de diez mil LP’s. Hace poco, cuando empezó la cuarentena, condujo un especial de radio en el que ayudaba a combatir las soledades japonesas con joyas de su colección.
“Música, solo música” es por eso un libro para fanáticos de Murakami y de la música clásica. Para disfrutarlo completamente hay que acompañarlo por una playlist de Spotify que Tusquets armó especialmente para el libro. Las nueve horas armonizan la lectura en orden cronológico, con obras de Brahms, Beethoven, Puccini, Rossini, Mahler, Stravinski y muchas más. El viaje comienza, precisamente, con esa noche de 1962.
Los melómanos argentinos que rastreen referencias cercanas las encontrarán: muy al pasar se dice que Martha Argerich es una pianista “valiente”, se habla sobre la condición judía de Daniel Barenboim y Ozawa recuerda cómo la suite del ballet “Estancia” de Alberto Ginastera casi le vale el escándalo de su vida junto a la Filarmónica de Berlín: era tan difícil la partitura, que terminó peleado con los percusionistas y estuvo a punto de cancelar el concierto.