“[…] la tierra no te ha desamparado y en ella encontrarás tu más sólida apoyatura. Es tu tierra porque bajo ella reposan los restos de muchos de nuestros ascendientes […] Y si consigues mantenerte niño campesino en el fondo de tu corazón, a la época en que puedas leer esta carta tendrás un anticipo de la Resurrección, única Primavera verdadera de la vida”. Javier Pacheco. ¿Nunca viviremos en primavera? (1982)
Entre 1981 y 1984 apareció en Mendoza, editada por “Círculo de Amigos”, una serie de novelas publicadas bajo el seudónimo de Javier Pacheco pero cuya autoría corresponde al doctor Enrique Díaz Araujo (1934 – 2021), recientemente fallecido en Buenos Aires.
No pretendo ahora reseñar en forma completa la obra múltiple y trascendente de este eminente abogado, docente e investigador mendocino, católico y nacionalista; ni tampoco hacer un repaso –siquiera somero- de las variadas facetas de su personalidad de intelectual lúcido y comprometido. Sólo diré que Díaz Araujo es considerado uno de los últimos grandes maestros del revisionismo histórico argentino y obtuvo por concurso de méritos y oposición la Cátedra de Historia Argentina Contemporánea en la Facultad de Filosofía y Letras (UNCuyo). Como señala Alicia Sarmiento (1993), antes de comenzar con la escritura de su obra de creación, contaba con “una muy nutrida bibliografía en la que alternaban ensayos políticos con libros y artículos, fruto de sus investigaciones de carácter histórico”. Excede los límites de esta columna la sola enumeración de estos títulos. Mencionaré solamente un ensayo de interpretación del Martín Fierro: La política de “Fierro”, José Hernández ida y vuelta (1972), clave para la comprensión de la obra magna de nuestra gauchesca, a la que el autor restituye su carácter de alegato político en contra de la “civilización” sarmientina. También en relación con la literatura escribió un estudio sobre la novela La loca de La Guardia de Vicente Fidel López, titulado Del amor y la guerra (2002).
Su obra de ficción comienza en 1981, como se dijo, con Octubre Azul (Solución imposible), novela a la que siguieron ¿Nunca viviremos en primavera? (1982); Paralelas moradas (1982); La semilla muerta (1983) y Colonia corrupta (1984). Con ellas, Díaz Araujo se inscribe en una línea de intención política que reaparece con distintos matices en nuestra literatura mendocina, tanto en poesía (Juan Gualberto Godoy, Leopoldo Zuloaga…) como en prosa, a través de la denominada “sociología criolla”: escritos con intención satírica y crítica de fines del siglo XIX y primeras décadas del XX (South América (1894) y Manual de patología política (1899); Cocina criolla y salsa india (1902) y Sociología criolla (1909), de Julio Leónidas Aguirre, Patogenia política (1914) de W. Jaime Molins; Los iluminados (1922) de Jorge Calle, entre otros). Alfredo Bufano agrega un sabroso exponente al género con su Zoología política (1935) y posteriormente cabría agrega las prosas satíricas de Alejandro Santa María Conill tituladas Flechas de papel (1953).
Además, como exponente de la novela política mendocina podemos mencionar a Carlos Alberto Arroyo, autor de una “saga de la Mendoza lencinista” que comienza en 1927 con la publicación de Barbarie y culmina en 1961 con La furia de los vencidos. En estos textos, como en los de Javier Pacheco, convive la reconstrucción histórica con la intencionalidad política. La novela histórica es la que intenta la reconstrucción “arqueológica” de un tiempo pasado, y lejano al momento de la escritura, mientras que por novela política entendemos –con María del Carmen Tacconi - “aquella que enfoca, desarrolla y expone tesis o mensajes de clara intención política, sean éstos implícitos o explícitos” (1999), y se refiere a un momento histórico contemporáneo o casi al acto de escritura. Dentro de esta modalidad narrativa se destacan por su abundancia las obras que textualizan la violencia política y sus consecuencias.
Al incluir en esta línea las novelas de Díaz Araujo damos razón a las palabras de Alicia Sarmiento, quien destaca su pertenencia a un grupo de escritores -entre los que podemos incluir, por ejemplo a Eduardo Mallea- quienes vivieron la Argentina como problema. En tal sentido, “Sin el lastre de apriorismos ideológicos, el autor va señalando en cada obra, desde el punto de mira del realismo político, a la luz de la historia y la tradición genuinas, la existencia de un Régimen antinacional enquistado en las estructuras de poder argentinas. Para ello focaliza diversos momentos y conflictos que abarcan, aproximadamente, desde 1945 hasta 1983” (Sarmiento: 1993).
En ese artículo, Alicia Sarmiento analiza cada una de las novelas. Me referiré solamente a modo de ejemplo a una de ellas, a mi juicio la más entrañable y conmovedora, por cuanto incorpora en mayor medida vivencias autobiográficas, sobre todo de la infancia lavallina del autor, y también la más lograda literariamente. El libro se compone de dos paratextos: “Antedata” y “Posdata” (una carta, confesión y testamente, para su pequeño sobrino, único sobreviviente de la familia) y tres partes textualizan la evocación que realiza en el momento de su muerte, un profesor universitario mendocino, de tres momentos claves de su vida: el verano de 1945 en Lavalle; el otoño de 1955 en La Plata y el invierno de1975 en Viña del Mar, donde vive como exiliado. El momento culminante de esta vida es el asesinato de su hermano y su familia por un grupo terrorista, ya que significa una profunda toma de conciencia por parte del personaje.
En la primera parte, relato de su infancia mendocina, adquiere un papel preponderante la figura de la “abuela Juana”, auténtica matriarca dotada de cualidades eminentes que la convierten en guardiana de la familia. Su muerte marca simbólicamente el fin de la primera parte, “Verano”, y también de la infancia idílica del protagonista. Con ella se inicia la dispersión familiar, con el viaje de sus descendientes más jóvenes a La Plata, en la segunda parte –“Otoño”- y va perfilando las divergencias de carácter entre los primos, acentuando sus valores positivos y negativos. La crisis de estos vínculos familiares culmina trágicamente en la 3° sección -“Invierno”- ambientada en Chile. Así se hace patente el simbolismo de las estaciones anunciado en el título: ¿Nunca viviremos en primavera? Primavera de alguna manera definida en la carta del protagonista a su sobrino, en la que alude a los valores tradicionales representados por la abuela, encarnación humana de la tierra: “Tu sangre y tu tierra tienen un sello que nadie podrá tapar jamás y que tú percibirás mejor en las claras noches de cielo estival: el que traza la Cruz del Sur. Meridional y cristiano has nacido tú, último vástago de mi familia, y ruego a Dios que te mantengas como tal” (1982).