Durante mucho tiempo los viñedos y las trincheras de álamos constituyeron una “postal” obligada del oasis mendocino, otra cara de una realidad bifronte que, junto con el desierto, componen la totalidad de la fisonomía provincial.
Del mismo modo, el mundo de la vid y el vino se constituyó en motivo obligado de nuestros mejores escritores. Baste citar a Alfredo Bufano y sus magníficas pinturas del vergel sanrafaelino, junto con la celebración gozosa de la vendimia (“En el día de la recolección de los frutos”) y su exaltación de los inmigrantes, en gran medida responsables del progreso de nuestra principal industria: “En usted, Otto Suter, voy a cantar al hombre / que vino de las cuatro distancias del planeta, con los ojos cargados de ensueños y las manos / sedientas de trabajos y de auroras mejores”. Precisamente, uno de los rasgos durante mucho tiempo definitorio de nuestra identidad local fue esa cultura del trabajo que se asocia con el “gringo” trabajador y ahorrativo, protagonista, por ejemplo, de una novela de Fausto Burgos: El gringo (1935). El mismo Burgos nos ofrece, en sus colecciones de cuentos mendocinos: Nahuel (1928) y Cara de tigre (1929), una serie de estampas relacionadas con los oficios conexos a la vitivinicultura (cf. “El mundo de la vitivinicultura en Fausto Burgos”, Los Andes, 30/08/2020).
Algunos elementos del paisaje mendocino son elevados a un valor simbólico por Abelardo Arias en sus dos novelas de ambiente mendocino: Álamos talados (1942) y La viña estéril (1968); en ellas aprovecha la profunda resonancia que estos elementos naturales tienen para el mendocino y a partir de ellos construye significados de índole espiritual: “Ya no escuché más que el seco golpetear de las hachas [… Sentía retumbar el golpe duro, macizo. Retumbaban, retumbaban como golpes de sangre. […] Uno tras otro, caían los álamos de mi adolescencia”. En la misma línea se podría ubicar la novela Viña en celo 1970), de Rosa Antonietti Filippini…
El vino sigue siendo fuente de inspiración para nuestros autores, como Alicia Duo, que ha escrito un conjunto de relatos entrelazando dos elementos tan significativos como el vino y el tango. En efecto, en Bailar vino y beber tango (2007), que apareció también en versión bilingüe español / inglés (2008), “vino” y “tango” son, en sí, símbolos duales de un vivir que se despliega por las páginas de este libro en toda su diversidad.
Igualmente, los poetas han cantado reiteradamente tanto al vino como a la vendimia. Hay que destacar a Abelardo Vázquez, autor de un Libro del amor y el vino (1995), además de muchas otras composiciones relacionadas con este tema: “El vino hereda la vida, / su leyenda resume en una copa, / palpa y sueña / los fantasmas dormidos en el ansia / mientras demora / la mano del suicida y la acompaña”. También Américo Calí, Armando Tejada Gómez, Luis Ricardo Casnati, María Banura Badui de Zogbi, Nilda Díaz Pessina y Felicita Clerici (entre muchos otros) podrían sumarse a esta lista.
En cuanto a los más jóvenes, es indudable que la globalización ha uniformado lenguajes y motivos, en desmedro de lo que hasta hace unos años se consideraban íconos distintivos de nuestra identidad local y dando paso más bien a una cultura urbana. Sin embargo, una realidad tan importante para nuestra cultura y nuestra economía de alguna manera se mantiene en el imaginario colectivo y aflora, aunque fugazmente, en la obra de algunos poetas, como Carlos Vallejo y sus Postales en movimiento (1998): en “Un lugar en el mundo”; donde dice “Aquí el vino flamea” o en “Flamantes cardinales, donde alude a “palacios de frutas sudor y vino negro” y, fundamentalmente, en “Sangre de uva”, texto que comienza “El vaso ante mí / como una garra de homicida / Dentro del vaso hay vino del azul [...]”. En Presa del asombro (2003), de Gonzalo Quevedo, hay un poema que se construye a partir del campo semántico de la vid, titulado “Jugo”: “y de este jugo cae la sangre / y de este jugo se mancha el vino / se desgarra de la uva y quema las manos / de la madre fundadora de las vides [...]”. En todo caso, lo que sí se puede decir es que la intención puramente descriptiva que se advertía en generaciones anteriores ha dejado paso a menciones más elípticas, a la utilización de estos elementos de modo más metafórico.
Y para concluir, unas “Palabras para una vendimia inútil” de Sixto Martelli, texto aparecido en la Revista Égloga N° 3 (marzo 1945), creada y dirigida por Américo Calí. Aquí, la labor de la tierra se carga de un sentido trascendente, fundante, análogo al de la creación. Cabe agregar que Martelli nació en Mendoza en 1901 y falleció en 1954. Fue poeta y periodista, y colaboró tanto en diarios mendocinos como de Buenos Aires y del exterior. Entre sus publicaciones se cuentan los siguientes libros de poemas: Humanas (1923) y Canto a la tierra de Cuyo (1948); Concéntricas; Motivos de Buenos Aires (1932), prosa poética con influencia de la greguería y del ultraísmo, y las prosas Para los hombres que ya no tienen infancia (1940). Fue uno de los iniciadores del Museo de Bellas Artes de Mendoza:
“De todos los actos del hombre, el que mayor trascendencia tiene en sí mismo, socialmente, quizás sea el acto de sembrar… […] Y donde hay siembra, hay cosecha. El hombre cosecha siempre lo que siembra. Es una fortuna tremenda consagrada por Dios desde la hora del Génesis.
Siembra el sembrador en surcos de tierra. Siembra su sangre, su sudor, su voluntad. Siembra a veces sin mirar al cielo… Otros hombres, que salen de sí mismos con una antigua sed de espacio […], también siembran y cultivan. Siembran en surcos de papel. Siembran ideas a voleo, en predios sin límites visibles. Y dejan en ellos lo mejor de sus huesos […] Unos y otros trabajan por el bien común. Como ruedas ciegas, unos. Con vigilia de mejores días, otros. Unos desde el horizonte de la tierra; otros sobre la tierra misma. Pero todos trabajan férvidamente y arriman su hombre al edificio del mundo, ya un poco ebrio de altura.
¡FELICES DE LOS QUE COSECHAN lo que siembran! De ellos, es el reino de este valle. A ellos les pertenece. Seguro que entrarán por las Puertas del Cielo, si no les ensoberbecen sus cosechas, ni el colmo frutal de sus lagares, ni su tesorería sin desmedro. Entrarán por las anchas puertas, claras como el alba, si antes del Juicio –del Hombre o de Dios- supieron levantar los ojos al cielo…
Levantarlos de su cosecha, de su siembra, de su mísera tierra prestada”.