Muchos de los elogios que usamos a menudo para referirnos a Alfred Hitchcock se los debemos a otra leyenda del cine como fue François Truffaut. A contramarcha de la crítica norteamericana, el cineasta francés y figura de la mítica revista Cahiers du cinéma enarboló al maestro del suspense como un autor, un concepto desarrollado en el libro sobre su célebre entrevista realizada en 1962 y que reformuló la mirada sobre el cine hasta hoy.
No es casualidad que la cuarta película de Truffaut, creada justo después del reportaje, evocara directamente a su referente británico. Pese a no haber despuntado en taquilla ni alcanzar la gloria en Cannes, “La piel suave” (La peau douce, 1964) fue la apuesta del director de la Nouvelle Vague por trasladar sentimientos como la pasión, los celos y la venganza puramente a la fuerza persuasiva de la imagen.
Una puesta en escena dinámica en detrimento de lo contemplativo, un bellísimo juego de claroscuros y la manifestación del espectáculo del suspense: todo un auténtico “provocador”, como ya se había definido al interrogar a Hitchcock.
A diferencia de “Jules y Jim” (Jules et Jim, 1962), una fresca y jovial poesía tanto en su temática como en su narrativa y técnica (voz en off, fotogramas congelados, discurso rápido, etc.), “La piel suave” es un retorno a la tragedia, que a Truffaut le permitió, además, canalizar su fallido matrimonio con Madeleine Morgenstern.
La historia se centra en Pierre Lachenay (Jean Desailly), un famoso escritor francés que está casado y tiene una hija pequeña. En una gira de presentación por Lisboa, conoce a Nicole (Françoise Dorléac), una azafata con la que comparte vuelo, ascensor y hotel y de quien se enamora instantáneamente. Ambos establecen una relación intensa pero clandestina, debido a las apariencias que el cobarde protagonista prefiere guardar.
Una declaración hitchcockiana
François Truffaut se había unido creativamente al guionista Jean-Louis Richard tras adquirir los derechos cinematográficos de “Fahrenheit 451”, la novela de Ray Bradbury. Pero debido a que tomó tanto tiempo comenzar la producción -la película salió en 1966-, ambos escribieron otro guion para filmar en apenas tres meses, a finales de 1963.
Compenetrado en la desgrabación de las 50 horas de conversación con Hitchcock, Truffaut optó en “La piel suave” por alejarse del influjo de Jean Renoir para adentrarse en el cinismo y los modismos del cine hollywoodense. Por supuesto, también despegándose de su padrino André Bazin, quien no era exactamente un cultor del director de “La ventana indiscreta” (Rear Window, 1954).
Por entonces, Hitchcock, ya instaladísimo en Estados Unidos, generaba admiración, aunque limitada al mero entretenimiento, como si fuera un factor vergonzante captar el interés de las masas. Esta visión cambió a mediados de los 50 con los elogios de Éric Rohmer y Claude Chabrol en el libro titulado “Hitchcock” (1957) y, después, con “El cine según Hitchcock” (1966), de Truffaut, ampliado con el correr de los años.
Según las tres figuras de Cahiers du cinéma, el talento del maestro del suspense se hallaba en “una visión de mundo tan compleja como homogénea capaz de manejar a la audiencia a merced de sus intenciones”. Donde los críticos estadounidenses vieron falta de sustancia, los franceses hallaron un autor en toda la regla.
Al igual que Hitchcock, Truffaut asumió la creación y preservación de la emoción en “La piel suave” para mantener la tensión de principio a fin. Esta vez, el montaje fue lo más demandante: el poder de la toma se había vuelto primordial. Atisbos que lo acercaban a una de sus películas favoritas “Tuyo es mi corazón” (Notorious, 1946), el recordado film noir protagonizado por Cary Grant e Ingrid Bergman y del cual aquí se tamizan guiños.
Desmarcándose de otras películas suyas, Truffaut construye el romance entre Pierre y Nicole en torno a las sutilezas del roce y de la mirada, ya que toman la posta el descontrol mental y la imposibilidad del protagonista para exteriorizar los temores sobre su relación ilícita.
Como caso modelo se puede mencionar la escena donde, camino a Reims, Pierre se detiene con Nicole a cargar combustible en una estación de servicio. A simple vista, una situación de manual, poco encantadora y casi de relleno para filmar. Pero Truffaut le brinda a esos dos minutos una dosis de suspense hitchcockiano.
El realizador expande el tiempo real mediante 37 tomas. La parada al costado de la ruta se convierte en una ocasión clave para representar los miedos, las inseguridades y los fantasmas que acechan al protagonista. Se alternan planos del tanque del auto y de las miradas de Pierre con paneos a la autopista en busca de testigos que puedan comprometerlo, potenciados por la desaparición fugaz de Nicole y los números del surtidor cual bomba con cuenta regresiva.
Otra marca clásica de Hitchcock en “La piel suave” es la preponderancia que Truffaut le otorga a los objetos. Algunos, incluso, intervienen como Macguffin para que los personajes avancen en la trama: la caja de fósforos o el revelado de la cámara. El fetichismo se expande a planos detalle de teléfonos, espejos, diarios, llaves, tickets, medias finas, tacones...
Hitchcock también le había confiado a Truffaut que un final feliz no siempre es necesario: “Si tiene al público dominado, razonará con usted y aceptará un final desgraciado, a condición de que haya habido suficientes elementos satisfactorios en el cuerpo de la película”.
El desenlace de “La piel suave” lo cumple al pie de la letra. Arranca con una seña explícita al personaje de Ray Milland en “La llamada fatal” (Dial M for Murder, 1954), con la que Truffaut sitúa a Pierre discando a casa desde una cabina, en oposición a la ferocidad de su esposa. El público ya es consciente de la ira de la mujer y del rifle oculto en su saco. Aunque la tragedia sea inevitable, Truffaut logra manipular con éxito a su audiencia y dejarla atrapada.
El cine como salvación
Si bien del actor principal Jean Desailly poco puede destacarse -se habló de una mala relación con el director-, el fichaje de Françoise Dorléac fue perfecto: un imán de talento y belleza frente a cámara. No obstante, la hermana mayor de Catherine Deneuve -futura pareja de Truffaut- también había llamado otra atención del enamoradizo francés: él le escribía cartas a nombre de “framboise” (frambuesa, en francés) y sentía enorme adoración por su persona.
Sin embargo, en 1967, una tragedia automovilística acabó con la vida de Françoise Dorléac a los 25 años. Truffaut siempre le dedicó muestras de cariño, incluso con un obituario publicado en Cahiers du cinéma al año siguiente. Un paralelismo al vínculo de Hitchcock con Grace Kelly, su actriz predilecta convertida en princesa y de final también desdichado.
La posterior “La habitación verde” (La Chambre verte, 1978) es, sin dudas, un procesamiento del dolor irresuelto del director y actor por su amada “Framboise”, más allá de haberse basado en relatos de Henry James y abordar la muerte con acercamientos a “Vértigo” (1958).
La partida temprana de François Truffaut a los 52 años dejó trunca una filmografía cargada de anhelos. Aquel rebelde que robó una máquina de escribir para su cineclub y que devino en autodidacta del oficio, siempre había sido salvado por las películas. Le habían permitido reacomodar las piezas de su vida, encontrar (y desandar) el amor, honrar a sus referentes y exorcizar sus experiencias junto al público, a través de la gran pantalla.
Así Truffaut lo supo expresar en esa hermosa película que llamó “La noche americana” (La nuit américaine, 1973): “Sé que la vida privada cuenta, pero siempre renquea. El cine es más bello que la vida, no hay atascos ni tiempos muertos. Avanza como un tren atravesando la noche. Hemos nacido para ser felices con nuestro trabajo, haciendo cine”.