“La pequeña toldería del cacique Cacheuta se dio prisa en trabajar para rejuntar el oro que debía contribuir al rescate de su dios y señor y lo hicieron con tal empeño, que muy pronto empezaron a llenarse las cargas de cogotes de huanaco destinados a guardar el metal para ser transportado hasta la capital del imperio”. Carlos Ponce. Termalia (1927).
El término leyenda etimológicamente proviene del latín “legenda”, participio presente con sentido de obligación, por lo que significa, en primera instancia “lo que debe ser leído”. Una paradoja, si pensamos que en el presente este tipo de relatos es parte del patrimonio folklórico oral, y se define como “narración que incluye hechos reales y fantásticos amalgamados, con referencias al medio geográfico y también a la historia local”. Hay leyendas de alcance universal, pero las más comunes son de interés restringido y están tejidas alrededor de animales, plantas o lugares de la región.
Es, así, un relato que se considera verdadero en el contexto de actuación en que se localiza, pero que –a diferencia del mito- no ha ocurrido “en el tiempo fabuloso de los orígenes”, sino en un pasado mucho menos remoto, histórico, y en él el público puede reconocer elementos de su entorno que aún perduran. Existen distintos tipos de leyendas: históricas, explicativas, religiosas, sobre fenómenos naturales…
Pertenecen, como se dijo, a la tradición oral, pero ya en estos tiempos ese modo de perduración va desapareciendo. Y ahora podemos conocer nuestro acervo legendario a través de sus versiones escritas: varias colecciones de autores locales, con un mayor o menor grado de proyección folklórica: Exequiel Ortiz Ponce. Mendoza legendario; Carlos Guevara Labal: Mirando hacia atrás; Pedro Corvetto: Tierra nativa; Carmen Guiñazú de Berrondo: El búho de la tradición… entre otras…
Dentro de ese rico patrimonio mendocino, hay varias narraciones que se relacionan con la herencia incaica que aún pervive en topónimos, algunos pocos restos materiales y accidentes geográficos como el “Puente del Inca”: alrededor de este ícono de la fisonomía turística de la montaña mendocina se relata una leyenda de las denominadas “etiológicos” o explicativas, que tratan de dar cuenta del origen de algo, generalmente llamativo o fuera de lo común.
Pero existe también otra “historia” en cierto modo relacionada y quizás menos conocida, asociada con un hecho histórico innegable y también con un fenómeno termal que persiste en la actualidad, en los que podría fundarse su “petición de veracidad”.
Me estoy refiriendo al relato conocido como “El guanaco de oro de Atahualpa” o “Las termas de Cacheuta” (según se preste atención a uno u otro elemento del entramado narrativo). Aunque una leyenda vive en sus variantes, es decir, da de sí numerosas versiones más o menos divergentes, el resumen argumental, en líneas generales, es el siguiente:
“Corría el año 1532. Un chasqui llegó a las tierras de Cacheuta, el poderoso cacique cuyos dominios comprendían el valle de Mendoza y refirió que Atahualpa, el gran señor inca, descendiente de Inti, hecho prisionero, esperaba ansioso el día de su liberación.
El mensajero explicó la razón de su envío: solicitar colaboración en su rescate. La fidelidad de Cacheuta no escatimó esfuerzos para contribuir con el mayor caudal posible a la salvación del señor de todos los quechuas. Convocó a sus vasallos y muy poco tiempo después un hato de llamas
cargadas con petacas de cuero repletas de objetos de oro y plata estaban listas para emprender el viaje hacia el norte.
El mismo cacique, al frente de un grupo de fieles vasallos, entre los que se contaban altos guerreros, sería el encargado de conducirlas. Llegaron a las primeras estribaciones del macizo andino. Se internaron por los angostos vericuetos de la montaña, y marcharon sin descanso en su afán de llegar cuanto antes a su destino. Entonces distinguieron, a lo lejos, un grupo de gente armada que de inmediato reconocieron como enemigos. Previendo una traición, los indígenas decidieron esconder la valiosa carga en el más seguro lugar de la montaña. Grandes conocedores del terreno, nada les fue más fácil y muy pronto su labor quedó terminada.
Sobrevino luego la lucha, en la que los nativos, inferiores en número, fueron vencidos y muertos. Los atacantes, ya dueños de la situación trataron de arrancar su secreto a la montaña. Al llegar al lugar donde fuera depositado el tesoro y cuando ya se creían dueños de él, chorros de agua hirviendo surgieron de entre las piedras, envolviéndolos. Hallaron la muerte allí donde fueron a buscar riquezas”.
Este núcleo argumental ha sido recogido por la literatura mendocina: el primer ejemplo Termalia (1927) de Carlos Ponce (1863-1939), novela costumbrista que describe el paraje cordillerano de las Termas de Cacheuta y el lujoso hotel donde se daba cita la sociedad mendocina a comienzos del siglo XX. La leyenda aparece en el marco de una conversación entre dos de los pasajeros del hotel, y Ponce la enriquece con otros personajes que buscan conquistar el famoso tesoro, sin lograrlo.
Más recientemente Miguel A. Guzzante (1942-2009) en su novela Un brillo en la montaña (póstuma, 2016) nos ofrece una recreación que en cierto modo es costumbrista, por cuanto evoca –como Ponce, aunque más modernamente- toda una forma de vida que se perpetúa en el cumplimiento de ciertos ritos y prácticas sociales. Pero además incursiona por otras modalidades genéricas: contiene un enigma policial con todos los atributos del género, incluyendo una original recreación del “motivo del cuarto cerrado”, que en este caso es el lujoso hotel, aislado por su ubicación señera en medio de la montaña; no faltan tampoco los detectives y toda laya de pícaros y delincuentes, de profesión u ocasionales. Y, por cierto, la búsqueda del proverbial tesoro.
Posteriormente, en 1994 se realizó con concurso literario con motivo de la apertura del nuevo hotel de Cacheuta. El ganador fue Pablo Colombi (1963) con un cuento titulado “La red de oro”; en él se teje una trama policial que combina la búsqueda del legendario tesoro con el ingenio de auténticos ladrones que logran desvalijar a los incautos veraneantes, en un final irónico que parece clausurar no solo el cuento sino también el espejismo de la riqueza que provee la leyenda, tal como insinúa el narrador: “Divertidísimo, caminé solitario por los pasillos del hotel admirando las habitaciones abiertas, los cajones deslenguados. Las valijas violentadas, los monederos desflorados, los alhajeros boca abajo y la caja fuerte del hotel, escandalosamente vacía. Escuché no muy lejos la bocina de los Pacholski al cruzarse con la excursión que volvía del túnel, desengañada, sucia, enfurruñada porque el oro, el único oro de Cacheuta, escapaba en el auto de los Pacholski”.