Esta vez Steven Spielberg no nos dará ni dinosaurios, ni alienígenas, ni tiburones. Su última factura sorprenderá a más de un fanático: se trata de un musical y, además, de una remake.
Una respetuosa remake, conviene decir desde ya, porque su versión de “Amor sin barreras” (“West Side Story”) navega entre el tributo (a veces bastante literal) y el idilio nostálgico por un tipo de cine que, con excepciones muy virtuosas como “La La Land”, ya no existe.
No menos que la dirección de un dios de Hollywood merecía un musical que nació en Broadway en 1957 y que, al menos en Estados Unidos, fue un símbolo de época. La Academia le dio entonces 10 premios Oscar, lo que la convirtió en una de las películas más laureadas de la historia.
Para entender el amor que Spielberg siente por este filme solo basta ir a su niñez. “Amor sin barreras”, dirigida por Jerome Robbins y Robert Wise, cumplió 60 años en 2021; y él, el próximo 18 de diciembre, llegará a sus 75. Por lo que no es difícil imaginar que en su adolescencia cinéfila fue cautivado por canciones como “I feel pretty” o “America”, esas melodías inolvidables de Leonard Bernstein.
Los Jets y los Sharks son dos bandas rivales que se disputan las calles de Upper West Side en Manhattan, Nueva York. El problema llega cuando Tony (Angel Elgort) y María (Rachel Zegler), del bando latino, se enamoran. Así se anuncia la tragedia.
Para filmarla de nuevo, Spielberg optó (convenientemente) por no readaptar la historia a otros contextos. “Amor sin barreras” ya era una versión “moderna” de “Romeo y Julieta” y, si miramos la situación actual, no es que la relación entre estadounidenses y latinos haya cambiado mucho desde 1961: la violencia sigue marcando las calles y el choque cultural, en todo caso, se ha hecho más crudo que entonces.
En las manos de Steven Spielberg una remake, ese género que abunda demasiado y gratuitamente en los últimos años de Hollywood, se dignifica de otra manera. Junto al guionista Tony Kushner proyectaron casi un calco del original, del que se sale de los márgenes en momentos muy bien craneados: los movimientos de cámara son más sueltos y la violencia más explícita. Y claro que las posibilidades cinematográficas de hoy hacen que la acción resulte más dinámica que la original, todavía amarrada a las convenciones (y conveniencias) teatrales del musical, con sus minuciosas coreografías.
El director también logra deslizar sutilmente una mirada politizada. Por ejemplo, al principio de la película se muestra cómo la tragedia empieza a armarse en la injusticia. Se ve que el Lincoln Center de Nueva York se construye sobre terrenos que albergaban edificios donde vivían latinos y pobres.
Estos 156 minutos de metraje también significan el regreso de una actriz consagrada y un poco olvidada: Rita Moreno, quien casi a sus 90 años (¡los cumple pasado mañana!), volverá a tener un papel en este musical. En 1961 fue Anita, papel por el que ganó un Oscar, y en esta versión es Valentina, uno de los pocos personajes que respaldan a los amantes y que son ajenos al odio circundante.
Natalie Wood y Richard Beymer, los enamorados originales, son inolvidables y nadie discute eso. Pero hay que darle una oportunidad a Spielberg y, sin prejuicios, dejar que vuelva a emocionarnos una vez más.
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