Un viejo chamamé de Adolfo Cosso, inmortalizado por los inolvidables “Hermanos Cuesta”, decía –hablando de un paisano de criollo apellido– que el corazón que descubre en su comarca los límites precisos de la Patria y su identidad profunda, se abre, por lo mismo, al mundo, encontrando en él “infinitas resonancias” de la música peculiarísima que entona desde su pequeño pueblo. No es extraño que sea precisamente un chamamé el ritmo musical que porta, cual custodia de oro, esta luminosa idea. Porque el chamamé, declarado en diciembre Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, es una música única en su variopinta procedencia: ritmo particularísimo del litoral argentino que, a la vez, vehicula y comunica infinitas resonancias musicales y poéticas de nuestra cultura.
Como viniendo a exhumar la enseñanza de don Adolfo Cosso, ha salido a la luz en las últimas semanas un extraordinario trabajo musical de uno de los máximos compositores argentinos de la actualidad, el misionero Horacio “Chango” Spasiuk. Este trabajo ha sido realizado junto a un músico del otro lado del mundo: el guitarrista y compositor noruego Per Einar Watle.
El resultado de esta amalgama ha sido maravilloso y sorprendente. El idioma común en que se transforma la música cuando ella nace de la intuición insobornable del artista genuino ha oficiado de ministro de este desposorio entre dos mundos sonoros aparentemente tan alejados y disímiles. El “disco” (vaya anacronismo) se compone de diez piezas musicales de exquisita factura, con un Spasiuk siempre idéntico a sí mismo en su búsqueda infatigable de la belleza, y con un Watle –a quien ahora, felizmente, casi tuteamos como si fuera conocido de siempre– que compone en clave cordial y extrae sonidos de su guitarra en clave mistérica. La fusión es perfecta, plena, emocionante, consoladora. La música es aquí, como quería el viejo Platón: curativa, terapéutica. Y lo es porque una fusión como la que aquí se ha consumado no hace más que descubrir al espíritu, más perfectamente, su propio idioma: el del amor, fundamento absoluto de la infinita variedad y armonía musicales del cosmos.
El trabajo discográfico se abre en el litoral argentino con un chamamé poderoso, “Bailando”, y se cierra en la península nórdica con una pieza pletórica de misterio y aventura: “Hielo azul, tierra roja”. Los sonidos van tejiéndose con tal armonía que el viaje de un extremo del mundo al otro discurre sin turbulencias, como descubriendo una ruta amable y absolutamente nueva que siempre estuvo allí, esperando ser recorrida. En efecto, es sorprendente que “El boyero”, viejo chamamé de don Mario del Tránsito Cocomarola, suene tan naturalmente melifluo y conmovedor, cantado en lengua noruega, en la voz dulcísima de la artista nórdica Anne Gravir Klykken. O que Watle y Spasiuk hayan sido capaces de esculpir una pieza como “Caa Catí”, en la que se dan cita los sonidos chamameceros más tradicionales con arcanas melodías escandinavas. El disco ofrece también un lugar especial para piezas íntimas, exquisitas y profundamente emotivas, como “Julian” y “Rita”: dos nombres propios de cuya insondable resonancia cordial en el interior de Watle y Spasiuk, somos felices y silenciosos testigos.
Como si esto fuera poco, acompañan a Per Einar y a Chango, artistas extraordinarios cuya compañía brilla a veces –porque todos son servidores de Euterpe– con protagonismo absoluto. Como en la pieza “Folks & People”, en la que vemos brillar a Steinar Raknes con su señero contrabajo y su vigorosa voz. O como en la nueva y sorprendente versión de la pieza spasiukiana “Misiones”, en la que los percusionistas Marcos Villalba (paisano y compañero inseparable de aventuras del acordeonista misionero) y Kenneth Ekornes, dan a la interpretación un sonido selvático y poderoso. Y ya hemos mencionado a Klykken. Su participación cantando a doble idioma el ya mencionado chamamé “El boyero”, y el hermoso “Solo para mí” de Spasiuk, son una de las joyas del álbum.
El disco tiene más, mucho más de lo que aquí podemos, pobremente, reseñar. Acaso el mérito más destacable que hay que subrayar –una vez más, antes de hacer lo mas importante que es correr a escucharlo– sea el de la fusión, sin confusión, de dos tradiciones aparentemente alejadas pero hermanadas en el fondo por una búsqueda común: la de la belleza. “La tradición chamamecera es y será siempre mi centro de gravitación”, ha dicho repetidas veces Spasiuk.
Anclado en esa tradición, el Chango realiza una búsqueda siempre honesta, en la que descubre tesoros como el que hoy nos ofrece. Esa tradición es la que Per Einar Watle, desde la suya propia, ha amado como singular manifestación de aquella belleza, impulsando así la creación de esta joya musical. La diversidad no es un problema, como suele decir Spasiuk, cuando ella es la expresión multiforme y multifacética de tradiciones y culturas que, como ríos que proceden de una misma fuente, discurren por cauces de diverso itinerario pero idéntica fuerza. Esa fuerza es la que, en definitiva, los une en una corriente única que busca desesperadamente el mar.