Funny Games: cuando Haneke nos hizo cómplices de la violencia

En 1997 y 2007, el director metió doblete de una obra que, como varias de su carrera, deconstruyó los estándares del cine hollywoodense para recordarnos nuestro voyerismo por la perversión.

El joven psicópata que interpreta Arno Frisch rompe la cuarta pared y juega con la audiencia.
El joven psicópata que interpreta Arno Frisch rompe la cuarta pared y juega con la audiencia.

Pocas palabras resultan más vacías como “polémica”. Parece un adjetivo sacado de la manga sin motivo más que dotar de interés a la frase en que está inserto. Justo en el cine, “polémica” debe ser la etiqueta más utilizada para zafar del apuro al revisar una película que moviliza las expectativas del espectador promedio. Sino fíjense el caso del director austriaco Michael Haneke, quien debe estar acostumbrado a tal definición cada vez que lanza algo. Un término que menosprecia la maestría que ha sabido demostrar a lo largo de su carrera, haciendo cómplice a la audiencia de sus atroces retratos.

“Horas de terror” (Funny Games, 1997), clásico indiscutido de los años 90 y ejemplo perfecto de home invasion, es la obra clave de Haneke en su obsesión cinematográfica de incomodar con la perversión que bien saben disimular los sistemas sociales. Y a pesar de lo que digan sus detractores, ninguno de los asesinatos ocurre dentro del cuadro, lo que demuestra la sabia construcción de ambientes tétricos, elegantes y adictivos.

Ni siquiera la historia es rebuscada, lo que enaltece todavía más sus métodos. Una familia burguesa, compuesta por Anna (Susanne Lothar), su esposo Georg (Ulrich Mühe) y su hijo Georg Jr. (Stefan Clapczynski), decide tomar unas tranquilas vacaciones en su casa del lago en Austria. A su puerta llegan dos jóvenes vecinos, aparentemente educados, castos y angelicales, que comienzan por un préstamo de huevos hasta tomar de rehenes a los anfitriones y obligarlos a participar de un juego tortuoso.

Haneke deconstruye el modelo tradicional del thriller y vira al uso de tomas fijas y largas en detrimento del corte abusivo y la inestabilidad en la cámara. Según explicó en una entrevista previa al estreno en Cannes, donde buena parte de los críticos salieron espantados ante la crudeza despojada de toda pizca de moral, los planos largos “hacen estéticamente posible que el espectador comprenda a un nivel más profundo más allá de la acción”.

“Entendés cuál es el punto después de 10 segundos y te ponés inquieto e impaciente, pero después de un tiempo sos capaz de reconocer un nivel más profundo de significado y entender la escena como una metáfora. Esto es posible porque no estamos acostumbrados a este tipo de tempo. Generalmente, una secuencia de imágenes se usa solo para impartir información rápidamente, por lo que el significado más profundo se pierde en el proceso”, explicó Haneke sobre su estilo en “Funny Games”, repetido, por ejemplo, para comprender el flagelo del personaje de Isabelle Huppert en “La profesora de piano” (The Piano Teacher, 2001).

Una de las virtudes de “Funny Games” radica en su lógica como complemento de la metatextualidad ya vista en “Scream” (1996). Si bien Wes Craven también se apropia de los elementos del slasher de los 70 y 80 (y la cultura pop) para otorgarles autoconciencia a sus adolescentes atormentados, Michael Haneke da un paso más: reformula las bases del género, altera constantemente las expectativas de sus espectadores -el cuchillo símil deus ex machina que se descarta a último minuto- y se anima a romper la cuarta pared, convirtiendo en su secuaz a quien mira el filme.

Esta tarea recae, principal y exitosamente, en Paul, el psicópata que interpreta Arno Frisch. El actor, que ya se había lucido de pequeño en otro papel liado en “El video de Benny” (Benny’s Video, 1992), guiña un ojo a cámara, nos invita a apostar por la siguiente víctima y se anima a retroceder y corregir cual montajista si el desenlace (o el accionar del villano) no es el indicado.

Sin alcanzar la profundidad de “The Truman Show” (1998), Haneke borra los límites entre espectáculo y realidad, en un recordatorio de la naturalidad con la que abrazamos la atracción hacia el consumo de la tragedia en los medios. En “Funny Games” no es posible apartar la mirada si un niño tiene un destino que va contra toda regla culturalmente aceptada. Queremos ver hasta el final, aun sabiendo que los malos saldrán impunes.

Pese a mantener siempre la belleza en las imágenes, al cineasta austriaco le encanta ser mundano y excitante al mismo tiempo, en una combinación que no todos los directores logran. O si se atreven a asumirla, se les notan los hilos forzados por intentarlo.

Haneke repetiría la pesadilla de “Funny Games” en su remake “plano por plano” estrenado diez años después. En lugar de una producción 100% europea, el director cumplió su postergado deseo de grabar en Estados Unidos, en este caso con la británica Naomi Watts a la cabeza. Si bien es igual de digna y el horror no pierde eficacia, apenas la fotografía de Darius Khondji, el mismo de “Los siete pecados capitales” (Seven, 1995), aporta un valor diferencial en pantalla.

Haneke ha sido galardonado en la última década, seguro, pero una película como “Funny Games” jamás podría sobrevivir en la cartelera actual, preocupada por entregar una metáfora masticada sobre el presidente de turno y dejar a mansalva respuestas con moraleja por si las moscas.

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