Dentro de la narrativa sentimental producida en Mendoza en la primera mitad del siglo XX, no podemos dejar de mencionar un texto muy poco conocido. En rigor, tampoco sabemos mucho de su autor: Maximiliano Escobar; desconocemos todo acerca de su vida, salvo la escueta noticia que a modo de dedicatoria a su esposa y sus tres hijas, que figura en la única obra de su pluma de que tengamos noticias: Evangelina o “La Flor del Moyano”, publicada en 1923.
Esta novela, a despecho de varias falencias en su escritura, resulta interesante -como ocurre con otros textos de la época- por las acertadas descripciones que nos hacen presente, a modo de estampas, la Mendoza antigua. En este caso, la acción está claramente fechada: en un primer momento, en 1892 y luego, a modo de analepsis, unos lustros antes, en la década de 1870; a partir de ese anclaje temporal, se despliegan una serie de observaciones sobre la vida provinciana.
La Mendoza que nos presenta Escobar es anterior a la “gran inmigración” y esto se advierte, por citar sólo un ejemplo, en el grado de desarrollo de la industria vitivinícola que sus páginas evidencian. Es aún una Mendoza “criolla” la que se hace visible a través de la enumeración de los distintos vecinos propietarios, apellidos todos muy significativos dentro de la historia menuda de la provincia, como veremos luego.
En cuanto a la localización geográfica, también es concreta y se reduce a unos pocos parajes de la zona este: concretamente, el departamento de Junín, y en él, Barriales y la Cañada de Moyano. Este topónimo recuerda a quien fuera el primer propietario de tierras en lo que es hoy territorio juninense: don Pedro Moyano y Cornejo, hombre de la expedición de don Juan Jufré y Loaysa (segundo fundador de Mendoza) quien a partir de 1563 estableció su encomienda en un amplio territorio que pertenecía anteriormente a los indígenas huarpes Tumbra y Uyata, y pasó a conocerse entonces con el nombre de Rodeos de Moyano, ya que en ellas el capitán Moyano introdujo haciendas, con la ayuda de los nativos del lugar. Posteriormente, inició la construcción de un canal de regadío, el cual se denominó Acequia del Rodeo de Moyano.
La zona de los Rodeos de Moyano o La Reducción poseía buenas características de cultivo, y además se encontraba dentro de las rutas de paso de las diligencias y carretas que unían Mendoza con Buenos Aires, lo que hizo que esta región tomara mucha importancia. Es así que en 1750, el Capitán Don Francisco de Corvalán fundó allí -gracias a su ubicación geográfica privilegiada- la llamada “Posta del Retamo”, que constituía el último paraje en el que se detenían los viajeros antes de llegar a Mendoza por el este.
El territorio que sirve de marco a la acción novelesca era en el pasado una tierra baja, llena de salitrales y ciénagas regadas por el cauce de la Cañada de Moyano, y así, se erige en escenario propicio al misterio y a la aparición de esos “fuegos fatuos” (tal el título del primer capítulo de la novela de Escobar) que para la mentalidad popular dan cuenta de la existencia de almas en sufrimiento.
Establecido el escenario y el aura de leyenda que lo rodea, que conmueve grandemente la mentalidad popular, resta ahora conocer la causa de tal fenómeno, que estará a cargo de dos voces narradoras: el visitante en un primer momento incrédulo, y su anfitriona, una anciana sirvienta de la casa que se encarga de anticipar el nudo argumental de la historia aludida: “debe saber su merced que es el alma de Carlos, que va a postrarse donde cayó muerta ‘La Flor del Moyano’” (10).
Si bien no tenemos suficientes elementos para confirmarlo, el narrador masculino podría corresponderse con la voz autorial, y en afán de conocer más detalles de la misteriosa aparición, cede la palabra a una relatora femenina que –por razón de su amistad con la infortunada protagonista- puede ofrecer un retrato más íntimo y acabado de esa pobre alma predestinada al sufrimiento. Esta segunda narradora, caracterizada como “solterona, antigua maestra jubilada, muy
dada a la lectura, por consiguiente de regular instrucción; con aficiones literarias, locuaz, parlanchina sobre asuntos políticos […]” (5) es la responsable, como narradora testigo, de gran parte del texto. Uno de los adjetivos con que es calificada esta narradora –“romántica”- nos conduce hacia otro de los aspectos salientes de este texto y su ubicación en el devenir de los estilos literarios en nuestro medio. En efecto, en ella se perciben claras pervivencias románticas, si bien la ficción sentimental corre pareja con el documento realista.
En primer lugar, es romántica por el tema: la evocación legendaria de una historia sentimental funesta y por la caracterización del personaje femenino, Evangelina, ángel suma de virtudes, tanto físicas como espirituales que esconden, empero, un sino trágico. La perduración a través de alguna presencia misteriosa de quienes en vida fueron protagonistas de amores desdichados es, si no una constante, al menos uno de los recursos de los que echa mano el romanticismo, entendido no sólo como un movimiento literario sino como una verdadera actitud vital que hace del amor y el misterio dos de sus pilares significantes.
La ficción sentimental corre pareja con el documento realista, presente –por ejemplo- a través de la mención, sin ningún tipo de ocultamiento, de las principales familias residentes en la zona por la época de la narración. Una cabalgata de los protagonistas da motivo para la enumeración, con precisiones topográficas: “[a]vistamos el potrerito de Don Angelino Arenas que medía cien cuadras; pasamos el fundo de Don Felipe Calle, la finca de los Vargas y luego llegamos a los dominios de Don Segundo Correa” (120). El paseo de los protagonistas contemplaba también la villa del Retamo “y la casa de Don Román Cano, verdadero patriarca y fundador del departamento de Junín” (122).
Es toda una forma de vida, ya perdida en el tiempo, la que se retrata, en sus faenas, en sus costumbres y creencias. En cuanto al rescate costumbrista, no faltan las referencias gastronómicas -”una cazuela picantona” (136); “una sabrosa ternera con cuero y unas empanadas rociadas con abundante carlón genuinamente mendocino” (139)-; las diversiones y la religiosidad encuentran también su lugar. Respecto de las prácticas piadosas, tienen su lugar en la novela los cultos de Semana Santa, la “semana de Dolores, llena de dulces a la vez que aflictivas reminiscencias para los creyentes de nuestra campaña que suman el noventa y cinco por ciento de sus habitantes” (154); entre estos se destaca la ceremonia de las caídas (hoy en desuso), a la que asisten los protagonistas, en la capilla de los Barriales.
Testimonio de un momento de cambio dentro de la narrativa mendocina, quizás anacrónica en sus pervivencias románticas, la novela de Maximiliano Escobar aparece como un intento, más o menos logrado, de explayar, situándola en un minucioso contexto geográfico y social, una de las tantas leyendas del terruño.