Los zombies, esos seres putrefactos que protagonizan un subgénero de terror bastante taquillero, viven un auge a nivel mundial. Los vemos en películas y series que vienen desde todas partes del mundo: no solo surcoreanas, una auténtica fábrica, sino también incluso desde Rusia, como “To the Lake”, alabada por Stephen King. Todas juegan con las infinitas posibilidades del horror y, en un momento tan espantoso y cercano para todos como la pandemia, sirvieron para exorcizar nuestra propia vida cotidiana.
Y el auge se replica también en el Río de la Plata, donde el terror vive a su vez otra pequeña era dorada. ¿Cómo es que aparecen entre nosotros los “muertos vivos”? En una coincidencia de cartelera, el último mes de abril estrenaron dos películas alusivas: “El último zombie” y “Virus: 32″, de Argentina y Uruguay respectivamente.
El género se ha hecho mundialmente famoso, entre otras cosas, por conjugar gore sin límite y escenas de persecución que pueden pasar del thriller a las escenas de acción más alocadas (recordemos a los zombies surcoreanos). En todo caso, hablamos de producciones con grandes presupuestos.
Pero suelen decir que a veces de las carencias surgen las fortalezas, y en este caso eso se traduce en dos películas que se ven obligadas a buscar nuevos matices para ofrecer una experiencia válida y que no sea catalogada de “clase B”. Una originalidad que sale de un hecho evidente: no hay millones de dólares.
El caso de “Virus: 32″ es interesante de analizar: sin posibilidad de contratar una horda de extras, toneladas de insumos para maquillarlos y algunos efectos especiales, el director Gustavo Hernández decidió situar la acción en un inmenso club deportivo. A las grandes locaciones destruidas contrapone espacios cerrados (aunque no por ello pequeños).
El apocalipsis sucede afuera y los zombies la amenazan desde ese exterior: los vemos treparse a las ventanas, asomarse en ellas y matar a otras personas en la calle, pero desde la visión restringida de la propia protagonista, que espía a través de las aberturas que encuentra. Cuando la cámara hace algún travelling, la ciudad se ve solitaria y devastada por la inclusión de algunos focos de incendio, pero no se ven zombies.
Esa ausencia no afecta a la acción en sí: una vigilante nocturna (Paula Silva) de ese club monstruosamente grande, pierde a su hija dentro del edificio en medio de la confusión, y tendrá que encontrarla con la ayuda de algunas cámaras de seguridad y de un personaje que aparece en el medio, Daniel Hendler.
“El último zombi” va por otra parte. Cuando fue el estreno, la promocionaron como la curiosa película que había predicho la pandemia, por tener en el guion términos como cuarentenas, infectados y epidemiólogos (nada que no hayan hecho otros filmes parecidos).
Lo real es que terminó de rodarse ocho días antes de que se impusiera la cuarentena de marzo del 2020. “Si eso hubiera ocurrido durante la filmación, habría sido una catástrofe desde el punto de vista de producción”, dijo el director Martín Basterretche sobre ese hecho.
Pero lo realmente valioso de “El último zombi” es cómo logra resignificar el concepto de zombi, acercándose más a sus orígenes vudú.
Tenemos nuevamente un lugar apartado y un espacio cerrado, con un científico especialista en genética (Matías Desiderio) que llega hasta una vieja hostería balnearia, donde se sospecha que está un prestigioso médico sospechado de experimentar con seres humanos.
Los infectados ahora no son personas que corren como velociraptores sedientos de carne humana (los típicos hollywoodenses). “Nosotros quisimos corrernos de eso y decidimos volver al género clásico, que trata al zombi en el sentido original, es decir, en el vudú centroamericano. Son no muertos, almas sin pena que vagan con una especie de tristeza hasta que logran encontrar su destino final”, explicó el director a Infobae.
Estos seres atípicos e inexplicables, que se contagian por inhalar un humo, tuercen lo que se entiende comúnmente por “cine de zombies”, al punto de que el director prefirió decir que se trata de “cine con zombies”.
Para los críticos, se trata de “un melodrama con elementos fantásticos” que llevan al espectador a una experiencia que, en algún punto, es inquietante y hasta metafísica.
Lo que no se discute es que estas variantes locales le dan nuevos horizontes a un género que parecía explotado comercialmente hasta su límite. Hay que seguir atentamente la evolución de los zombies rioplatenses.