J. Alberto Castro (1877 - 1938), representante del realismo y naturalismo en las letras mendocinas, desde muy joven se dedicó al periodismo y si bien no realizó estudios sistemáticos, su dedicación a la lectura le suministró un amplio bagaje cultural, según testimonia Fernando Morales Guiñazú (1943). Gloria Videla de Rivero transcribe un fragmento de la necrológica aparecida en Los Andes al día siguiente de su fallecimiento: “espíritu bohemio y poco afecto a la ostentación, se ocultaba en su persona un buen corazón, franco y leal, pese a su temperamento rebelde, que le mantuvo constantemente alejado de los halagos de quienes tienen en sus manos los medios de pródigas recompensas” (2000: 12). Su labor literaria y periodística (cuentos, reseñas bibliográficas, episodios del pasado mendocino, críticas de acontecimientos de actualidad, artículos de opinión, discursos, semblanzas…), como la de muchos otros escritores de este período se encuentra dispersa en diarios y revistas. Firmaba a veces con el seudónimo “Darling”.
La investigadora citada, en el artículo “Espacio, historia y costumbres mendocinas en dos novelas de J. Alberto Castro” privilegia ese ángulo de aproximación a la obra del autor mencionado: “me aproximaré a las novelas de Juan Alberto Castro Ranita (1922) y Alita quebrada (1929), con la esperanza de recordar dos obras interesantes y valiosas y de contribuir al enriquecimiento de nuestra conciencia cultural. Observaré particularmente cómo registran estas novelas el espacio, la historia y las costumbres mendocinas” (2000: 11).
De este modo, confirma lo que es realmente más encomiable en las obras estudiadas: esa pintura de la realidad cuyana de un momento histórico determinado, hecha dentro de los cánones realistas, pero sin prescindir del todo del toque romántico, de tan prolongado imperio en nuestras letras provinciales. En efecto, la declaración del autor que precede la novela Ranita tiene un tono romántico en tanto se erige en melancólica evocación de un pasado y la alusión a uno de los denominados “géneros del yo” –”casi diario íntimo”- si bien la mención reiterada de esas “borrosas fotografías” nos habla de una intención mostrativa, de reflejo social, como bien destaca Videla de Rivero, al delinear la silueta del novelista.
Conviven en Castro el periodista que hace la crónica y enjuicia la realidad, el hombre que tiene apasionadas opiniones sobre la actualidad política y social contemporáneas, el escritor con un buen trasfondo de lecturas narrativas, que absorbe técnicas y posturas, sobre todo del realismo y del naturalismo literarios. El cronista testigo y a veces protagonista, el yo que opina y juzga y el artista que reelabora literariamente los hechos ofrecidos por la realidad mendocina, se amalgaman con diversos grados de presencia (Videla de Rivero, 2000: 11).
La primera obra de Castro, Carne con cuero, “considerado por Arturo Roig como un exponente de la literatura orientada a la crítica social, quedó inédito (tal vez inacabado […])” (Videla de Rivero, 2000: 15), salvo algunos fragmentos aparecidos en Los Andes.
En cuanto a Ranita y Alita quebrada, con acierto señala Videla de Rivero que en estas novelas “confluyen la narración de una trama sentimental con la voluntad de dejarnos un testimonio de las características espaciales, costumbristas e históricas de Mendoza en la época textualizada” (2000: 17). Asimismo señala su adscripción a la línea eminentemente política de la literatura mendocina: “el mismo Castro preparó su pluma para la novela de crítica política a través del periodismo combativo y por medio del mencionado ensayo Carne con cuero, de índole política y sociológica” (2000: 18). Con respecto a Ranita, se destaca además su valor autobiográfico, tal como se desprende de la nota del autor que antecede el texto novelesco. Para la comprensión de esta novela, Videla de Rivero propone el trinomio espacio / historia / sociedad. Estas tres coordenadas encuadran la anécdota sentimental de adulterio vivida por el protagonista, Armando, secretario de un ministerio, y una de las hijas de la dueña de la pensión en que se hospeda, junto con su esposa. Otras de las historias que se narran son resumidas por Videla de Rivero del siguiente modo: “la novela presenta también las relaciones sentimentales de los dos amigos del protagonista: Raúl Larrosa (un idealista tanto en la vida afectiva como en la política) y Ricardo Argüello, un pragmático que ve el amor como negocio y calcula un casamiento con la hija y heredera de un rico inmigrante bodeguero” (2000: 19).
En este texto se contraponen el espacio urbano y el espacio rural. La acción se sitúa predominantemente en Mendoza, “ciudad opulenta, plena de gracia y de vida”, a la que se describe con una serie de recursos estilísticos: adjetivación que la personifica, enumeraciones y paralelismos y en general, con precisiones topográficas que hacen a la intención de vívida pintura realista. Aparecen mencionados todos los íconos distintivos del paisaje mendocino: “hacia el Oeste, […] el conjunto majestuoso de la enorme codillera, en una lejanía que parece de ensueño, áridas y estériles sus laderas” (34), la vegetación que enmarca sus calles, “fronda copiosa [que] se prodiga en los más variados tonos, combinando el derrumbe de los plátanos, el verde intenso de los pinares, el gualda de los sauces en el momento del despojo, el verdinoso espectral de los cipreses, los eucaliptus y los álamos” (35). Es notable además la descripción que se hace del Parque por el derroche de imágenes sensoriales, sobre todo cromáticas, pedrerías, hipérboles etc., recursos todos típicamente modernistas que contrastan con la prosa despojada del narrador realista.
La descripción del centro es inseparable de las costumbres que en ella se desarrollan, del movimiento vertiginoso de la ciudad, de la vida social que reconoce como puntos neurálgicos “la Avenida San Martín, la principal arteria de la ciudad, donde se concentra el movimiento de la población” (33) y otras calles aledañas como Las Heras, Necochea o Gutiérrez, en las que se levantan los principales edificios de la banca que dan su impronta a la ciudad, como símbolos de su acelerado progreso y en las que se centra la vida de la ciudad.
En cuanto a los sitios de diversión, se reiteran los que veremos aparecer en toda la literatura del período: “el Colón, el Progreso –ambas rotiserías de moda- […] la terraza del Gran Hotel”, los Veinte Billares, el Barquinazo… donde los mendocinos distraen sus ocios “bebiendo, en rueda de amigos, la obligada copa de jerez o el cocktail de champagne” (33-4), para luego almorzar allí o “en el vecino Club de Gimnasia o en el Jockey Club” (34).
La visión de la ciudad y de sus sitios emblemáticos es inseparable, como dijimos, de la forma de vida que en ella se desarrolla, por lo que espacio y sociedad resultan, en cierto modo inseparables, y ambos dibujan una imagen particular de Mendoza en estas primeras décadas del siglo XX, donde los fastos del Centenario aún perduraban en la memoria y en la faz edilicia de la ciudad, embellecida por nuevas construcciones.