“La literatura regional es el nombre verdadero de la literatura, porque toda obra es regional, nace en un tiempo, en un lugar, en una región. Ahonda en el suelo del hombre y con ello se universaliza [...] Hay una querencia regional y un alma universal, esto lo asocian los grandes autores. La universalización de lo regional es el resultado final del tratamiento de las realidades inmediatas”. Pedro Luis Barcia (2004).
Ocuparnos de Abelardo Arias (1908 - 1991), es rendir un merecido homenaje a un autor cuyo proyecto estético se caracteriza, además de su innegable calidad, por su capacidad de proceder a modo de círculos concéntricos, abriéndose -a partir de un centro vital y afectivamente ahincado en lo regional- a la consideración de lo argentino en su conjunto primero, luego lo americano, lo europeo y finalmente, alcanzando la universalidad del mito.
Del mismo modo, la técnica narrativa de Arias, acorde a las profundas transformaciones que la novela argentina experimenta en la segunda mitad del siglo XX, va afirmándose y adquiriendo una creciente madurez, que se advierte, entre muchos otros artificios, en la estructura novelística, en la diversidad de perspectivas ensambladas en el texto, en la particular configuración del tiempo en el relato, en la densidad y riqueza del plano simbólico...
Abelardo Arias, en alguna entrevista, manifestaba que todo escritor debe comenzar su vida literaria escribiendo un libro de versos y como en su caso salteó esa etapa inevitable, todo ese lirismo se volcó en su primera novela. Así, con esta sentida evocación del tránsito de la niñez a la adolescencia que es “Álamos talados” (1942), hecha por un narrador protagonista con algunos rasgos autobiográficos, y sobre todo en ese tono entre poético y añorante, se advierte la filiación de Arias respecto de una línea expresiva que viene de los años 40, caracterizada -entre otras notas- por la evocación de la infancia como un espacio y un tiempo privilegiados, idílicos, mediante la reformulación del cronotopo edénico, junto con la conciencia aguda del paso del tiempo.
De allí ese tono nostálgico, herido por la temporalidad y la inevitable caducidad y transformaciones que introduce en todo: la naturaleza y los hombres. Ese tópico del Edén evocado en las primeras páginas, es retomado luego, con una connotación distinta: al final de la novela es ya un paraíso perdido, tanto espacial como temporalmente, y los elementos del paisaje alcanzan una dimensión simbólica que da asimismo razón del título: “Con el pie en el estribo de su auto rojo, el turco hacía anotaciones en una libreta. Uno, tras otro, caían los álamos de mi adolescencia” (Arias, 1942). En la cita pueden resumirse los dos conflictos que plantea la novela: el individual y también el sociológico, visible en la oposición tradición / progreso.
Y cuando el escritor retorne, años después, al escenario entrañable de su primer libro, en otra novela también de escenario mendocino como es “La viña estéril” (1969), lo hará con una perspectiva y una madurez distinta, asociada con el desorden estructural y la peculiar configuración del tiempo, que ya no es la linealidad infantil sino la compleja percepción de una personalidad madura en cuya memoria se entretejen recuerdos y experiencias, desengaños y remordimientos, en una caótica revulsión que la escritura de Arias logra plasmar de modo admirable.
De algún modo saldada la deuda, a través de estos dos textos, con su entorno comarcano, la narrativa de Arias se irá extendiendo, en círculos cada vez más abarcadores, al ámbito nacional, por ejemplo a través de su narrativa histórica que comprende, en lo referente a la historia argentina, dos títulos: “Polvo y espanto” (1971) y “Él, Juan Facundo” (1995). En ambos libros, la acción gira alrededor de la figura de un caudillo: Felipe Ibarra, de Santiago del Estero, en el primero, y Juan Facundo Quiroga, de los Llanos de la Rioja, en el segundo. Lo que se rescata en cada caso es la búsqueda de ecuanimidad, a través de la compulsa de documentación histórica, cuyas fuentes se declaran en el caso de “Él, Juan Facundo” y que es evidente en “Polvo y espanto”.
También resulta obligatoria la mención de esa que Requeni consideraba la mejor novela de Arias -"El gran cobarde" (1956), perfecta expresión de una problemática universal, de corte existencial por no decir existencialista, que bucea en los estratos más profundos de la mente humana.
Ese buceo en la interioridad del hombre, en lo más oscuro y profundo de la condición humana alcanza su máxima expresión con “Minotauroamor” (1966). En esta novela pone de manifiesto su afición por lo helénico, que ya había aparecido en su narrativa desde el temprano cuento “Partenón” y de la que da testimonio, entre mucho otros ejemplos, su diario de viaje de 1967: “Grecia en los ojos y en las manos”. Además, lo mitológico aparece reiteradamente conformando el espesor simbólico de varios de sus textos.
En esta recreación del mito, Arias se adscribe claramente a un contexto epocal en el que prevalece la reflexión en torno al hombre con sus angustias, dudas y temores, que lucha denodadamente por salir del laberinto de su propia condición. No es inocente, entonces, la elección del relato que nos habla de un ser monstruoso, mitad hombre y mitad toro, encerrado para terror y escarnio de los hombres, en su laberinto cretense. Este mito, tan rico en connotaciones simbólicas, ha sido retomado por muchos y grandes escritores (dentro de la literatura argentina mencionemos nada más a tres: Borges, Cortázar y Denevi). Arias lo recrea, desde una visión personalísima y por medio de una estética también original, en cuanto a la construcción misma del texto novelesco, que alterna dos historias: una breve y contemporánea, la del remate de un toro en la Sociedad Rural y otra, extensa, remota y mítica, que tiene por protagonista a Asterio, el Minotauro, y también a Ícaro, a Dédalo, a Ariadna, a Teseo... figuras todas de resonancia mítica, junto con otros, como Agorácrito o Eglígida, creación del narrador.
En tal sentido, el texto de Arias revierte el concepto de lo monstruoso transformándolo más bien en lo que es único en su género; vale decir, como categoría del ser cuya excepcionalidad lo hace tremendamente subyugante (ver al respecto el magnífico trabajo de Lorena Ivars: “El monstruo y el artista: un acercamiento a la poética de Abelardo Arias”, de2007). Así, el Minotauro deviene artista (al respecto, existe también un interesantísimo artículo de Dolly Sales, de 2005), parábola del hombre y del artista en la visión de Arias, ser a la vez vulnerable y poderoso, cabalmente humano.