De magia y hechicerías en la literatura mendocina

La especialista nos detalla cómo estos elementos se introducen en la prosa de Juan Bautista Ramos.

De magia y hechicerías en la literatura mendocina
Magos y hechiceros comienzan a aparecer a mediados del siglo XX en nuestra literatura (imagen ilustrativa)

“Francisca fue a echar candado a la portezuela y miró por pura curiosidad a ambos lados de la cuadra. Ni un alma. Y antes de volver hacia el dormitorio de Zelmira, hablando consigo misma, pero así como quien escupe una amargura o un desprecio profundo, exclamó: -¡Mala calle de brujos esta!... ¡Mala calle de brujos!... ¡Mala calle de brujos!...”. Juan Bautista Ramos. Mala calle de brujos (1954)

En 1954, Juan Bautista Ramos (1896 - 1966) publica en Buenos Aires una novela que, a juzgar por la fecha al pie de los comentarios críticos que la acompañan, tenía escrita desde la década anterior (así por ejemplo, el de Manuel Gálvez está fechado en 1943, y el de Niceto Alcalá Zamora, que lleva como título “Prólogo a la Primera edición”, en 1942).

Este relativo anacronismo podría justificar las características del texto, más cercano a la narrativa de promociones anteriores en su modo realista (de hecho, se lo ubica como derivado de la narrativa de intención social de la “Generación del 25”) que de la renovación narrativa de los 50, encabezada, por ejemplo, por Antonio Di Benedetto.

Ramos, periodista, dramaturgo, novelista y poeta, además de ensayista y traductor, ya había publicado tres libros de poemas entre 1924 y 1932: Los motivos del ágora (1924); Solfatara (1929) y El poema de Abel o 40 canciones sobre una chimenea (1932). También editó, dentro del género narrativo y dramático, Teatro sin butacas y personajes sin Dios (1929); posteriormente aparecerán La tragedia de una algarada (1934) y lo que es su obra más conocida, con la que se incorpora a la narrativa de intención social mendocina: Mala calle de brujos (1941).

El título de esta última novela es sugerente. Si bien el conflicto no es demasiado original: hombre joven de buena familia enamora, seduce y abandona a muchacha pobre pero hermosa, con consecuencias más o menos previsibles, la fuerza de este texto supera cualquier cliché por varias razones.

En primer lugar, porque incorpora a la literatura costumbrista un nuevo espacio y un nuevo actante colectivo: el barrio (lección que luego aprovechará magistralmente Antonio Tejada Gómez en su novela Dios era olvido). Segundo, y en cierto modo relacionado con lo anterior, por la introducción de la oralidad como recurso caracterizador -magistralmente logrado- de los personajes humildes, cuyas hablas contrastan con las alambicadas pausas descriptivas y reflexivas del narrador, plagadas de neologismos no siempre eficaces.

Y, finalmente, por la índole de la protagonista femenina, Agú, y de su padre, el brujo Dimas, lo que permite la introducción del discurso de la hechicería Este aparece en diversas formas: en primer lugar, por el sortilegio del nombre de la protagonista, evocador de fantasmas: “¡Agú, Agú, como un aullido de fieras o un preludio de las abracadabras de la Máma Lola que le oyó contar al que pasaba por su padre, el brujo Dimas” (Ramos: 17).

También se hace presente a través de la sabiduría empírica que cura a través de las humildes plantas serranas y también por medio del ensalmo oportuno: “Una dolencia reumática precoz le trajo su amor por los yuyos […] En tren de curarse empleó todos los que halló […] Después de las primeras tentativas llegó a curarlo todo con yuyos y palabras: huesos rotos, mal de amores […]” (Ramos: 19-21). Se describen así prácticas comunes que quizás todos alcanzamos a conocer en

nuestra infancia, como la cura del empacho “con un pañuelo de seda medido en tres segmentos iguales […]” (Ramos: 21).

Otro atributo de Dimas es la rabdomancia, la capacidad de encontrar agua oculta: “Vino a refirmar definitivamente la fama de Dimas una predisposición extraordinaria de su sensibilidad […] Con una horqueta en la mano se ponía a caminar leguas y leguas por los desiertos y, de pronto, al llegar a un punto determinado, sus brazos temblaban al igual que sus piernas y sus labios” (Ramos: 22). Todo ello refirma su condición de “mago”, es decir, persona capaz de operar prodigios, que “puede alterar con fines moralmente positivos o negativos- su vida, la vida de los demás, y su entorno natural, mediante conocimientos, facultades y técnicas especiales, de carácter sobrenatural” (José Manuel Pedrosa en Entre la magia y la religión: oraciones, conjuros o ensalmos).

En la novela se mencionan igualmente diversos tipos de augurios o vaticinios. Y la más terrible profecía de todas: la del temblor que sacudiría a la provincia el 25 de julio si el Santo Patrono trastabillaba o se caí al salir en procesión de la iglesia matriz, con su secuela de destrucción y muerte. Profecía auto cumplida que ocasiona la muerte de la protagonista

Agú, por su parte, “había crecido a su lado y de él aprendió primero la experiencia del herbario medicinal; más tarde, la explicación de muchos misterios insondables interpretados de modo original” (Ramos: 22). Pronto se hace experta en la lectura del porvenir por medio de los naipes, pero lo que define su papel en la trama es la capacidad de hacer “gualichos” o embrujos para traer de vuelta a su enamorado.

La muchacha se convierte así en “bruja” o “hechicera”; si bien los términos presentan matices diferenciadores (las brujas tienen poderes propios, mientras que las hechiceras obtienen poder por medio de rituales) el texto novelesco los emplea como sinónimos en la caracterización de este personaje, que tiene mucho más de Medea o Circe que de las brujas de los cuentos infantiles. En efecto, Agú es hermosa y se moviliza por el desamor y el despecho, y como la magia femenina y privada sólo puede actuar en los terrenos en los que la mujer se mueve, o sea, en el ámbito cotidiano, se vale de filtros y pócimas amorosas: “gualichos” para recuperar el amor de Victorio.

Llevada por la fuerza de la pasión llega incluso a convertirse en una fuerza que intenta ser letal en la destrucción del obstáculo a sus amores, recurriendo a un animal que la tradición suele asociar con las brujas, como es la serpiente que introduce en el cuarto de su rival, Zelmira. Este personaje permite establecer una de esas dicotomías tan caras al romanticismo, como es la contraposición mujer ángel / mujer demonio o, en este caso, la oposición fuerza pasional / amor casto como fundamento de la sociedad.

La muerte de Agú, la hechicera, consagra el triunfo de la cultura sobre el instinto y la mentalidad mágica, desterrada por el progreso: “Dos días después, el viento Zonda zumbaba por todas partes. El polvo cubría las carreteras y sobre los escombros aun no levantados, el huracán silbaba su gran misa de réquiem” (Ramos: 211).

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