Nació como una apuesta de Metro-Goldwyn-Mayer para explotar el cine de monstruos y pasó a ser una obra condenada a la “vergüenza” y censura por 30 años. Hasta que, paradigmas extintos de por medio, alcanzó el pedestal que merecía. Las historias que rodean al legado de “Fenómenos” (Freaks, 1932) son tan interesantes como sus propios méritos artísticos. Más allá de su aporte al terror, la recordada película de Tod Browning es todavía hoy más genuina respecto al trato de las minorías que la industria y sus panfletos inclusivos.
Atrevido, honesto y crudo. Nada es falso o inventado por algún equipo de efectos especiales. El filme interpela cuáles son nuestros esquemas de lo “normal” y lo “anormal”, ya sea desde la elección de los encuadres que respetan las particularidades de cada artista hasta la libertad con la que cada uno puede lucir su talento en escena.
En “Fenómenos”, Hans (Harry Earles, estrella de The Doll Family) es un hombre con enanismo que dirige un circo y hereda una gran fortuna. Esto despierta la atención de la bella trapecista Cleopatra (Olga Baclanova), quien idea un plan junto a su musculoso amante, Hércules (Henry Victor), para casarse con Hans, envenenarlo y quedarse con el dinero. Lo que ignora es que la comunidad circense sabe cómo defenderse.
A mediados de los años 20, Tod Browning había comenzado a trabajar para MGM, en lo que fue aquella elogiada etapa donde lo acompañó Lon Chaney, su actor fetiche. Una de las tantas producciones mudas fue “La bruja” (The Unholy Three, 1925), donde Browning se cruzó con Earles, quien ganó fama por su apariencia y luego repitió papel en el remake sonoro homónimo de 1930.
El actor insistió para que Browning, siempre interesado en explorar lo exótico del ser humano y los conflictos de identidad, tomara las riendas de “Spurs”, un proyecto de MGM basado en una breve historia de 1923 escrita por Tod Robbins -el mismo autor de la novela en que se inspiró “La bruja”-. Justamente, el relato tenía puntos en común con la juventud del cineasta en espectáculos circenses. Como la etapa de preproducción se hizo extensa y poco clara, Browning optó por seguir con otras películas.
El director hasta se mudó de estudio a Universal Pictures para desarrollar el que se alzó como su mayor éxito y la piedra angular de la franquicia de monstruos, “Drácula” (1931) con Bela Lugosi. Entonces, el jovencísimo y visionario Irving Thalberg, jefe de producción de MGM, quiso replicar el fenómeno y llamó de vuelta a Browning, a quien le dio ciertas libertades creativas para lo que terminó siendo “Fenómenos”.
En cuanto al elenco, Browning convocó a su amigo Harry Earles y a su hermana Daisy para que interpretaran a la pareja de enanos. Después del intenso casting, que incluyó una gira por pueblos recónditos para atraer personas con alguna característica peculiar, el circo quedó conformado por las famosas siamesas británicas Daisy y Violet Hilton; Johnny Eck, el medio hombre; las hermanas microcéfalas Elvira y Jenny Lee Snow; el Príncipe Randian, el torso viviente; Peter Robinson, el esqueleto humano; Minnie Woolsey, la mujer ave; y Olga Roderick, la mujer barbuda, entre otros.
Pese a que MGM quería estrellas para engrosar la taquilla, Browning prefirió caras de mediano reconocimiento para evitar opacar a los artistas circenses. Así, los roles antagónicos de Cleopatra y Hércules quedaron para la rusa Olga Baclanova y el británico Henry Victor, que habían alcanzado su pico de fama en la década del 20.
Lejos de las expectativas iniciales, las proyecciones de prueba (test screenings) resultaron un desastre: la gente se desmayaba y salía horrorizada al observar -ni más ni menos- la diversidad humana. Ni MGM lo toleró. Aplicó la tijera y recortó parte del ataque final a Cleopatra, dejando los 64 minutos de metraje que todos conocimos. Además, la compañía eliminó el destino desafortunado de Hércules y exigió un epílogo redentor para el enano Hans con el fin de reducir la angustia de los espectadores.
Fue tal el repudio que “Fenómenos” llegó a estar prohibida durante tres décadas. Se habló hasta de una quema de latas y rollos como si se tratara de satanismo y del retiro de la firma de MGM al inicio. Con semejante prontuario, el largometraje de Browning apenas se exhibió por mera morbosidad en ferias ambulantes y salas menores, con un atractivo similar a lo que tiempo más tarde se llamó exploitation.
Una vez que fue rescatada de la lista negra de Hollywood, la película resurgió como lo que siempre había sido: una sátira social dotada de una estética casi irracional, capaz de plasmar el espectáculo violento de la civilización humana y emplear el melodrama para hacerle justicia a las motivaciones de sus criaturas. Del trabajo de Browning, incluso, bebieron notables realizadores como David Lynch y Luis Buñuel.
La percepción del filme cambió tanto que hoy lo raro es hallar a alguien que lo aborrezca. Están quienes lo encasillan en el género de terror a raíz de cómo el director pergeñó la puesta en escena, en referencia a la construcción orgánica y progresiva que evita el impacto desde el susto y propone un clima de incomodidad. Pero no todo el mérito se lo lleva el horror.
Si bien el inevitable voyerismo hacia los cuerpos circenses eclipsa gran parte de las lecturas que uno pueda realizar, Browning también le otorga suficiente aire a cada personaje para que empaticemos con su miedo al exterior, los dilemas pasionales y la lucha por derechos. Los “niños” del circo pasean en el bosque bajo el ala protectora de Madame Tetrallini (Rose Dione) frente al acecho de los “lobos” humanos. En defensa de la liberación sexual, las siamesas viven sin prejuicios una historia de amor con dos hombres. Y en el interior de la carpa itinerante, la regla magna del circo (“si dañan a uno de los nuestros”) se transforma en resistencia contra el racismo y la discriminación.
Cuenta la leyenda que los protagonistas de “Fenómenos” estaban obligados a almorzar apartados del resto del equipo de producción. Que los “normales” se espantaban por compartir la mesa con una persona intersexual y otra sin brazos. Que les arruinaba la digestión enfrentar lo lógico: el mundo que habitamos es imperfecto.
“La parada de los monstruos”, como se llamó a la película en España, era entonces la de los galanes hegemónicos y, hasta entonces, impunes. Quienes alegaron vómito y recurrieron a la censura, lo hicieron simplemente para encubrir su propia perversidad reflejada en la pantalla.
Tod Browning supo mostrar qué es la belleza y defendió que tanto lo ordinario como lo extraño merecen nuestro afecto. Tal como vitoreaban los fenómenos en el ritual del banquete para referirse al otro: “¡Uno de nosotros, uno de nosotros!”.