“Dónde irá el poeta cuando muere,/ qué adiós nutrirá su verso,/ qué atardecer o qué dolor;/ en qué arcana y cósmica alquimia se mezclarán/ lugar, nombre y palabra […]”. Carlos Levy. “La Palabra y sus nombres” [s.f.]
Aun cuando Carlos Levy (1942- 2020) no hubiese escrito nada más, el poema que antecede le asegura un lugar destacado en la lírica mendocina contemporánea. Este texto, construido a partir del antiguo recurso literario que consagrara Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre, la pregunta por el destino final de los ausentes (ubi sunt) va vertebrando la evocación de los “nombres mayores” de nuestra literatura. Las referencias en algún caso nos resultan crípticas, oscuras y otras, de una prístina claridad: “¿Dónde va el poeta, / habrá una esquina y un bar? Una esquina / parecida a Rivadavia y San Martín y un crepúsculo, /para que orbite tarde a tarde Fernando Lorenzo?”
Son semblanzas realizadas desde la óptica de un testigo presencial, privilegiado, de la cultura mendocina, que desde muy joven, curioso, se codeó con todos los personajes destacados del Parnaso local y los evoca con una reverencia no exenta de humor, destacando sus particularidades, a menudo curiosas: “¿Discutirá Fernando la falacia del sandwich triple, /soñará una puesta en escena, /escribirá un mensaje a los ángeles poetas, / tomará el té con Galina Tolmacheva, desentrañará / el que sí / el que no de Hugo Betti con Luis Politti; / el misterio de la piedra con Ramponi./ Hará un solitario de pajaritas de papel?”. En todo caso, nos ofrece una imagen vívida, entrañable, que no rehúye el episodio doloroso, como la tragedia del poeta incendiado en plena Plaza Independencia: “¿Habrá fuego donde va el poeta? / Qué habrá sido de Víctor Hugo Cúneo; / el librero libador de vino y soledad. / Nacido naturalmente triste, / hablaba con el aire a puro silencio”.
Como señala Daniel Arias en nota publicada en Los Andes poco después de su muerte, “Muy pronto, en su juventud, y tras la mudanza al Gran Mendoza, comenzó a relacionarse con lo que podía considerarse la ‘bohemia local. Sus gustos por las largas charlas nocturnas, en cafés ambientados por la música, el humo y los buenos tragos, lo llevaron a entablar amistad con grandes personalidades del arte y las letras de su tiempo, como Víctor Hugo Cúneo, Fernando Lorenzo (a quien lo unió una gran amistad y proyectos en común) y el plástico Ricardo Embrioni, a quien consideraba una de sus grandes influencias y a quien le dedicó varios textos. Además, por ese tiempo conoció a Armando Tejada Gómez, a quien siempre consideró entre los más grandes”.
Repito: solo por este texto maravilloso, Carlos Levy merecería figurar en nuestras letras, tanto más si sumamos la totalidad de una obra rica, variada, que transitó por distintos géneros y registros, y a la que se sumó una labor constante de hacedor cultural, de librero incansable buscador de joyas bibliográficas, de editor y animador incansable del movimiento literario mendocino, a partir de su participación en numerosas Ferias del Libro.
Nacido en Tunuyán, Mendoza, dirigió “El Mirador”, una columna sobre personajes de la cultura, en el desaparecido diario Mendoza, suplementos culturales con ilustraciones de Ricardo Embrioni. En 1992 fue designado director de la Biblioteca Pública “General San Martín”, cargo desde el que organizó diversas actividades culturales relacionadas con la literatura y las artes plásticas, reuniones, exposiciones y distintos encuentros. También dirigió Radio Nacional, y su librería “La Anticuaria” se convirtió no solo en punto de venta de ejemplares antiguos, primeras ediciones y otras rarezas, sino un lugar de reunión y de amable tertulia-
Su obra literaria se inicia en 1967 con Inmensamente ciudadano, con un prólogo de Ricardo Tudela. Su segundo poemario es La memoria y otras piedades (1984). En coautoría con Fernando Lorenzo publica Anverso y reverso (1989, poesía y prosa) y en 1991, Café de náufragos. Luego, publica Té con hielo (1997, narrativa), la antología poética Destierros (2001) y el mismo año, un libro a dúo con su amigo el poeta Marcos Silber: Doloratas, que rinde homenaje s sus orígenes étnicos. En la misma línea, publicó en 2005 una traducción del Martín Fierro de José Hernández al judeo español (sefardí). Luego aparecieron Adiós, Celina, adiós (2006, cuentos); Viejo hotel (2008, poemas) y, en 2017, Muertes a la orden, una colección de relatos policiales “negros”. Participó igualmente de las antologías del Grupo Literario Aleph; fue incluido en Testigos de tormenta, de la “Sociedad de poetas vivos” de Buenos Aires, y en Poetas del Al Andalus, España. En colaboración con Oscar D’ Ángelo y Emilio Fernández Cordón escribió Asociación ilícita (2012).
Ha incursionado en el cine, con dos cortometrajes: Hombres de vino y Fantasía blanca, junto con Alberto Cirigliano. Obtuvo el Premio Vendimia en 1980 y 1982. Recibió la distinción “Mercedes de San Martín”, otorgada por las damas Pro Glorias Mendocinas; en 2009 recibió de Diario UNO el Premio “Escenario” a la trayectoria y en 2015 fue nombrado Embajador Cultural de la provincia de Mendoza.
Café de náufragos es, al decir de quienes se han ocupado de su obra, el libro que compendia sus modos de expresión, su poética. Contiene los motivos capitales de su obra total, como la soledad, la amistad, sus nocturnos compañeros de tertulia, el vino, la memoria, la nostalgia de Dios, la cuestión judía, su etapa de amor a Buenos Aires, la temática urbana con pinceladas tangueras y cierta coloquialidad no exenta de lirismo…
Por mi parte, me quedo con su última publicación, que recibí de sus manos como tributo a mi declarada predilección por el género policial y me queda como deuda el no haberle comentado en vida mis impresiones de lectura. Valgan, entonces estas escasas palabras. Es cierto que el volumen en cuestión nace “bautizado” por uno de los más destacados cultores del género en Argentina, Juan Sasturain, quien elogia sin retaceos “los impecables trece cuentos” que –para él- “constituyen un ejercicio casi musical –algo así como Variaciones para trío con cadáver obligado- en el que se combinan, con virtuosismo y hasta la casi saturación, las posibilidades de rotación e intercambio de elementos fijos: el instigador, el ejecutor, la víctima”. Aquí el crítico “malversa” sutilmente las categorías usuales de la famosa “tríada” policial (detective – delincuente – víctima) para responder cabalmente a la temática de estos cuentos, que giran sin excepción alrededor del “contrato”, vale decir, la más vil de las motivaciones para el crimen: el afán de ganar dinero. Es cierto que siempre hay detrás un “contratante” en el que operan los sentimientos usuales en cualquier crimen: deseo de venganza, odio, amor…