Amílcar Urbano Sosa y sus inicios poéticos

En esta nota abordamos su primer poemario, con el que inicia su camino por las letras: La rosa y la abeja, dividido en tres secciones, más un Epílogo. Escritor mendocino de la generación del ‘40, que cuenta en su haber con un interesante itinerario lírico, jalonado por premios y distinciones.

Amílcar Urbano Sosa y sus inicios poéticos
18/11/2020 ilustración: gabriel fernandez. poema: "esta noche y la que sigue" de victoria urquiza. aguante la ficción.

“Escritor mendocino de la generación del 40, que cuenta en su haber con un interesante itinerario lírico, jalonado por premios y distinciones […] este poeta y maestro se ciñe a un canto sosegado, humilde, persistente y sin bullicio, en su rincón natal”. Luis Soler Caña

En su estudio sobre la lírica argentina del 40, Luis Soler Cañas caracteriza así la obra de Amílcar Urbano Sosa (1915-1998) compuesta por los siguientes títulos: La rosa y la abeja (1947); La voz de la lumbre (1949); Canto de marcha del 17 de agosto (1950); Pequeña loa para Santa Rosa de Lima (1954, inédito); Itinerario de la golondrina (1951); El espectro de la danzarina (1955); Ditirambo del aprendiz de maestro (1963); Antología de meñique (1963); Sonetos de San Luis (1965, inédito) El fuego (1965); Alameda 71 (1971); Día del día (1974); El huésped (1981); Canto de marcha del Atlántico Sur (1987); Comarca (1993); Expectación (1994) y Melesca (1996), más algunos otros trabajos que permanecen inéditos.

Como también señala el crítico mencionado anteriormente, recibió varias e importantes distinciones, entre las que se cuentan: Primer Premio en el Certamen Sanmartiniano de Mendoza (1950); Premio Región Andina de Folklore y Literatura a nivel nacional (1954); Primer Premio en los Juegos Florales Interamericanos del Mar del Plata; Gran Premio en el IV Concurso Bienal de la Dirección Provincial de Cultura (1965); Primer Premio en la Convocatoria “Alfredo Bufano” de la SADE y Primer Premio del diario Crónica de la Patagonia (1987).

En la nota anterior nos referimos a uno de sus últimos poemarios: Comarca (1993) en el que retrata los distintos ámbitos que componen la geografía mendocina, con una fidelidad al dato referencial que corre pareja con una gran capacidad de metaforización de los elementos reales. Constituye así una obra de madurez, culminación de una trayectoria abrevada tanto en el entorno mendocino como en su propia interioridad de hombre para quien la vivencia religiosa constituye una experiencia vital medular.

Nos referiremos ahora a su primer poemario, con el que inicia su camino por las letras: La rosa y la abeja, dividido en tres secciones (“Vigilia”; “Canciones” y “Víspera”), más un “Epílogo”; en él predominan los sonetos clásicos de versos endecasílabos, más algunos alejandrinos, y composiciones (de la segunda parte) en cuartetas de arte menor. En todo momento la versificación es fluida y los recursos predominantes, más que a apuntar a lo sensorial, parecen connotar estados espirituales: el “arco gris de la añoranza” o el “torturado mar de mi esperanza” (p. 12), por citar solo dos ejemplos.

Acerca de esta obra, y en relación con la motivación devocional de sus versos, el poeta declara a Los Andes: “No sé qué era lo que perseguía, pero tenía muchas lecturas de santos. En mi casa no había una beatería mayor pero sí fe”. Entonces, en este libro se describe líricamente un itinerario de ascensión espiritual, a partir de dos símbolos axiales ya contenidos en el título: la rosa y la abeja, y algún otro que, como el de la espada, emergen en el discurrir de los versos.

En la tradición occidental, la rosa puede simbolizar la juventud, la belleza, el amor… En la misma tradición, la abeja hace referencia a la laboriosidad y también, en el cristianismo, a la esperanza… Finalmente, la espada remite a las virtudes militares, y, del mismo modo, puede dar idea de decisión, de separación de lo bueno y lo malo y, en consecuencia, de la justicia (cf. Diccionario de símbolos Rioduero).

Pero sabemos también que cada poeta puede construir su propia red de asociaciones significativas. En este caso, Sosa –en un cierto parentesco espiritual con el Leopoldo Marechal de los Sonetos a Sophia y Odas para el hombre y la mujer erige a la flor enigmática, “fantasma de la rosa / prisionera, que me hace prisionero” (p. 12) en una suerte de llamador o motor espiritual de elevación, sobre todo cuando se enriquece con su nueva condición de estrella: “rosa, medianera de la altura” (p. 20).

En correspondencia, la abeja representa el alma del poeta que recibe el llamado y “al cielo se encamina”, convocada por la “carne cristalina”, “cáliz” que “aprisiona la ternura”. Entonces, “la rosa […] / pronuncia en el alcázar de su apuro / el nombre de la abeja conjurada”, y toda la vida humana se resuelve en un tránsito (antigua imagen del homo viator) hacia esa perfección añorada, que –como todo camino ascensional- exige el renunciamiento: “de todo aquello que he tenido / […] todo lo que hube conquistado / para tener lo poco que he salvado / ha sido necesario el sabio olvido” (p. 40). Se trata del olvido de sí, que responde a un sentido cristiano del dolor, en pos de un “nuevo advenimiento” o resurrección, y que conlleva la conciencia de la imperfección humana, pues “para acariciar como querría, / la rosa que me quema y me deslumbra, / tengo las manos sucias todavía” (p. 10). Entonces, “la espada de la abeja rumorosa / se reclina en la espada dela rosa” (p. 52), en justa correspondencia.

Si bien el talante cuarentista del poeta no renuncia a expresar su melancolía ante el paso del tiempo, “ceniza imán de esta existencia / que en el atardecer, la noche espera” (p. 9), el suyo es un penar esperanzado y añorante: “mi angustia por siempre enternecida” (p. 12). Este sentimiento de la vida requiere para su expresión cabal el juego de la antítesis y el oxímoron, recursos a los que el poeta se muestra sumamente afecto: “me alegra lo mismo que me apena” (p. 13); “regocijo en que se mece / la angustia de esperar otra mañana”.

Esa naturaleza dual de la experiencia humana se cifra en la condena (en cierto modo platónica) de portar “cofres de llanto y de tristeza / en valles de esperanza y alegría” (p. 18). De todos modos, prevalece la confianza de llegar a “la atura de ese amor imperativo” (p. 14), porque “la abeja navega en el consuelo / de lo poco que la ata con la tierra / que es lo que tanto la ata con el cielo” (p. 18).

Todo el poemario, en fin, refiere un peregrinaje esperanzado, siempre con la rosa como norte: “La esperanza, desnuda y temblorosa, / va trepando callada y sin apuro / en la escalera de espinas de la rosa” (p. 19).

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