“Oh Azar, déjame jugar con todas las formas! / Pues todas son formas que se transforman, / fantasmas que aparecen y desaparecen ante el parpadear de una niña que juega con su calidoscopio. / Ella parpadea ese relámpago que sorprende a un extraño robando una flor del paraíso. […] / La hechicera parpadea y el relámpago desnuda al cielo durante ese instante que dura la eternidad”. Abelardo Roberto Vázquez. El extraño y el éxtasis (1984)
Poeta hijo de poeta (el de su mismo nombre, el de la Vendimia), Abelardo Roberto Vázquez (1953 - 1992) entabla con la poesía un diálogo trascendente, aunque publicó un solo libro, digno de ocupar un lugar destacado en la literatura mendocina contemporánea. Obra madura aunque de un poeta joven, como si el don de la palabra poética le hubiera sido dado efímeramente pero en plenitud, en un solo acto que no necesitó casi tanteos previos antes de dar un fruto acabado. Ha dejado además un conjunto de poemas inéditos: El arte de ser.
La lectura de sus poemas, además del goce estético, nos enfrenta a un problema apasionante, abordado reiteradamente por los teorizadores y aun por los mismos poetas: la poesía (o, mejor, la literatura) como vía de conocimiento: conocimiento intuitivo pero no menos pleno, que revela aspectos inéditos del mundo.
Ya desde los versos iniciales (o más bien deberíamos decir “versículos” por su extensión, tal como los utilizaba el surrealismo) se desnuda la intención de constituirse en un texto fundante, definidor de la realidad: “¡Oh Azar, déjame cantar ese parpadear adonde se mezclan en un abrazo el sueño y la luz! // Antes de que te apagues, chispa de mi vida, déjame dibujar la figura” (11). Aquí se quintaesencia la totalidad de la obra de Vázquez, que se configura como un intento poético de re-conocer la esencia eterna del mundo, rescatada de la temporalidad. Es entonces la más plena manifestación del acto poético como el único capaz de lograr la aprehensión de lo efímero, de lo fluido e instantáneo, para fijarlo en una sustancia evadida del tiempo.
“Todo sucede en un parpadear”, reitera el poeta en varios poemas, aludiendo a lo que podríamos llamar “la revelación del instante”. Y esa totalidad aludida es, en cierto modo, el conocimiento: conocer es la sustancia del hablante lírico y se erige a su vez en un acto de amor, en una plenitud lograda en y por la aprehensión del objeto amado. Ese “parpadear”, ese “instante que dura la eternidad”, ese “abrazo en que se mezclan el sueño y la luz”, constituye una reformulación poética de la noción de éxtasis como conocimiento intuitivo e instantáneo que produce percepciones eminentemente intelectuales. Esa forma de conocimiento es experiencia que testifican claramente los poemas de Abelardo Roberto Vázquez, que además delinean la imagen del poeta como un “Adán desterrado en la fugacidad”.
En ese “extraño que roba una flor del paraíso”; se advierte claramente la idea de una transgresión, que nos remonta al Edén bíblico: sobre este poeta que se esfuerza por conocer, pesa una condena: la de estar sujeto a la caducidad del tiempo: “El río es un espejo que se está rompiendo. / Siempre se rompe y no puedo conocer la cara de la eternidad, / tan sólo algún gesto suyo en alguna ola del tiempo” (18)
Precisamente, una constante es la constitución de un campo semántico que reitera, casi obsesivamente, la idea de fugacidad. Esta isotopía se construye a partir de multitud de hermosas imágenes. También hay una predilección por las realidades que son, en sí, fugaces e inapresables, como la estrella fugaz, el relámpago, el humo que “es el fantasma de la belleza, mientras muere / misteriosamente en el aire, danza con los pies descalzos en el oro ardiente de las brasas”. El mundo es ese calidoscopio fugaz, cuyas imágenes el poeta debe atrapar, en un acto que implica a la vez conocimiento y expresión, explorando la posibilidad de fijarlas, por la magia de la palabra, en una imagen eterna: “Solo estoy buscando […]. / Una imagen perdida en el calidoscopio de los días de oro y noches de plata” (20).
Con este poema se roza -creo- el núcleo central en lo que atañe al discurso literario como vía de conocimiento. Vemos que subyace en esta poesía la convicción, de filiación platónica, sobre la existencia de un conocimiento primordial, previo a la experiencia terrestre del hombre, y que es posible recuperar, siquiera fragmentariamente. En tal sentido, la actividad onírica aparece como espacio privilegiado de este reencuentro trascendental: “Cuando duermo el extraño despierta. / Transparente sale de mi cuarto por el claro de luna que derrama la ventana. / Navega en el azul tratando de atrapar una estrella […]” (32).
Sin embargo, no es suficiente el ensueño; hay que buscar más allá, porque los sueños del extraño “son perlas que se derraman al amanecer y / el hilo que las une y les da sentido sólo lo tiene esa niña que juega con las estrellas”, esa “niña extasiada” que “todo lo sabe” y “que en el oro sibilino de sus sueños susurra la respuesta”, con lo que va dibujándose, cada vez con mayor trascendencia semántica, la figura de la Mujer: “Ella teje el arco iris a la sombra de mis párpados. / Ella me arrulla con lluvias de colores que me encadenan a la felicidad” (40). Es a la vez objeto del encuentro amoroso y posibilidad de conocer, acceso a esferas más profundas de lo real: “Cansado de escribir historias increíbles acerca de la verdad / ahora sólo quiero mostrar una visión a través de los ojos de una hechicera […] Ella es la luz y a su paso todo se está convirtiendo en oro” (50).
De este modo culmina el itinerario poético propuesto por El extraño y el éxtasis. Ciertamente, alude a una plenitud lograda: el extraño ha encontrado por fin el hilo que reúne y da sentido a su collar de estrellas, y puede por lo tanto erigirse en poseedor de ese tesoro, y a la vez brindarlo. Pero hay una impotencia del lenguaje común para expresar esa experiencia intuitiva, que permite captar las cosas en su ser más profundo, evadidas de las limitaciones espacio-temporales, y por ello el poeta recurre a la formulación de analogías. Y como es el creador de ese espacio poético, puede dar a sus palabras todo el peso de una verdad apodíctica; puede dar fuerza ontológica a la realidades por él aprehendida (¿o imaginadas?) a través de la fuerza metafísica del verbo ser. Llama la atención la frecuencia con que Vázquez reitera un tipo de sintagmas con el verbo ser, de gran belleza poética, como “los pájaros son tijeras de colores cortando la noche a /la medida de tus sueños”; o de gran potencialidad afectiva, como “el amor es una bruja que te ha robado un pedazo de tu cuerpo, ese extraño”. Pero lo que resalta sobre todo, y en relación con el cuestionamiento inicial, es la capacidad de erigirse así en una experiencia individual de conocimiento y expresión del arcano del mundo.