Mi papá decía, señalándome a mí: ésta me va a traer al doctorcito. Y a mí me indignaba tanto eso, que yo pensaba: ‘La doctorcita voy a ser yo’”, recuerda Esther Díaz, hoy doctora en Filosofía y ensayista (con casi 30 libros publicados).
Y sí, su padre no habría imaginado que su propia hija doctora (la primera mujer en defender una tesis sobre Michel Foucault en Argentina, agreguemos) sería hoy una de las conferencistas estrella del 49º Congreso Argentino de Reumatología, que se realizó desde el 19 al 22 de octubre en el Hotel Intercontinental.
Y para apartarnos del bullicio de los más de mil doctores asistentes, Estilo se sienta con ella en alguna mesa del restaurante, a esa hora vacío. Pero la Esther Díaz que fuimos a rastrear no es solo la mujer que detecta los cruces entre filosofía y medicina, o la que estudió los puntos de fuga de la Modernidad.
Acaso la Esther Díaz que más nos guste oír hoy, y porque los tiempos que corren lo ameritan, sea la otra: la mujer de carne y hueso que le gusta verse en el espejo, que tiene vitalísimos y desinhibidos 76 años y a la que, al momento de esta charla, todavía le trepidaba el corazón por haber marchado en el Ni Una Menos del día anterior.
Ahí hay una fibra muy íntima que se conmueve.Y quizás por esto mismo, para dejar en claro que ella no es sino el producto de una vida, es que antes de las preguntas prefiere desnudar su propia historia.
“Mientras haya vida, hay que reafirmarla con lo que uno quiere”, dice recordando la charla que dio dos días antes. Y su larga vida parece ser justamente eso, una reafirmación constante: la primera a los 10 años, cuando publicó un poema en una revista. Luego su papá (que era canillita) le prohibió ir al secundario, porque “las mujeres que entran ahí se echan a perder, se hacen putas”, recuerda, y repite la receta que le esperaba: “El imperativo era llegar virgen al matrimonio, ser una buena esposa, una buena madre, una buena abuela”.
Pero ella se negó (reafirmó): entró como monja de clausura “porque sabía que al menos ellas estudiaban”, pero se arrepintió al poco tiempo y se casó (¡por fin!) con “el más lindo del barrio”, a los 20. Ahí empezó su otro infierno: el alcoholismo de su esposo, los golpes, necesidades económicas...
Para mantener a su familia puso un biombo en el living y fue peluquera. Ahí puso su primera repicita, que fue llenando con libros que fue comprando.
Y no pasó mucho tampoco hasta que llegó el divorcio, pero no sin antes canjear su cuerpo una última vez por la firma del trámite: “Para divorciarme me tuve que prostituir”, dice hoy con palabras que hielan. Sí, la extorsionó.
A los 26 retomó el secundario y estudió Filosofía en la UBA, que se costeó vendiendo material didáctico en escuelas en un Fiat 600 que cargaba con cajas y cajas de tizas. Y a partir de ahí, lo que siguió ya se sabe: el doctorado a los 50, especialización en epistemología, creadora y directora de posgrados, multitud de ensayos (el último “Ideas robadas al atardecer”, editado por Biblos el año pasado) y hasta escritora de un libro de relatos sexuales (apunte: “El himen como obstáculo epistemológico”).
Parte de toda esta historia es lo que el cineasta Martín Farina quiere llevar a la pantalla grande; igual que José María Gómez Samela, pero sobre las tablas. Inspira.
“Un día soñé que me divorciaba de Hegel y me casaba con Foucault”, confiesa ahora con los ojos iluminados. Y mientras lo hace toma un trago largo de agua, porque sabe que queda mucho todavía por contar:
-Y te doctoraste con Foucault...
-Sí, me rechazaban los proyectos porque me decían que era poco crítica con el autor. ¡Es que me costaba criticarlo, porque era tan claro todo lo que decía! En ese momento pasó lo de María Soledad en Catamarca. Y yo, desde su teoría, vi clarísimo todo lo que pasaba: él dice que la micropolítica, o micromilitancia puede producir efectos a nivel macro.
-¿Cómo lo interpretabas?
-Estas chicas, ante ese crimen horrendo que cometieron los “hijos del poder”, ¿qué hicieron? Simplemente una ronda de silencio: eran adolescentes, provincianas, en un país unitario como es éste, y mujeres.
Sin embargo, con esa marchita lograron que cayeran jueces, que cayeran funcionarios, que cayera el gobernador. Fijate vos cómo de prácticas micropolíticas aparentemente inocentes, como dar vuelta alrededor de una plaza, se logró eso. Fue para mí una revelación. ¿Cómo no me iba a enamorar yo de ese filósofo?
-¿Cómo es tu relación con Ni Una Menos?
-Yo había contado en un artículo de Clarín, de la sección Mundos Íntimos, que había sido mujer golpeada, entonces las organizadoras de este movimiento me llamaron para militar esos días. Estuve en la primer marcha, también en la segunda...
-¿Y qué puede decir la filosofía sobre el movimiento?
-El análisis provisorio que hago ahora, porque todavía tenemos poca experiencia, es que parecería que desde que empezaron estos movimientos hay más actos de violencia machista. Pero yo no adhiero a que haya más.
-¿Sino?
-Lo que siento es que cada vez las mujeres tienen menos miedo de denunciar, se visibiliza. Y la tarea más importante que considero que tenemos es que se lleven a cabo las leyes que existen en la Argentina. En este país no hay malas leyes con este tema. Por ejemplo, el femicidio es castigado duramente, con cadena perpetua. Pero las leyes, por sí mismas, no cambian las sociedades.
-¿Qué hace falta?
-Es como si quisiéramos hacer una torta y tenemos solo el recipiente. Si no se le pone el contenido no pasa nada. La ley es el recipiente, y el contenido son las prácticas sociales. Eso es lo que ahora se tiene que cambiar. El trabajo tiene que ser de prevención, de concientización y de protección.
Cuando yo misma fui mujer golpeada, hace más de medio siglo, me daba vergüenza ir al médico, porque había algo culposo ahí; incluso hubo gente que me sacó el saludo, porque si mi marido me pegaba “por algo será”.
Fui a la comisaria con la cara destrozada y no quisieron tomar la denuncia: “esto se arregla esta noche en la cama”, me dijeron de forma sobradora. Y me voy a la casa de mi mamá, para que veas que el machismo no tiene género, que atraviesa a hombres y mujeres: me abrió la puerta, me dijo que me lo estaba buscando, y siguió lavando los platos: Sí, mi mamá.
-¿Qué les decís a las mujeres que te piden consejos?
-Cuando las mujeres me llaman o me escriben, lo único que les digo es que se aseguren muy bien antes de denunciar, porque si el violento sabe que denunciaste y no estás protegida por la justicia, te va a matar. Así de cruda soy.
-¿Cómo hay que seguir?
-Más que promover leyes (que leyes buenas existen), hay que promover formas de hacerlas efectivas, y para eso se necesita plata. Refugios, por ejemplo, porque si sigue en la casa es peor. Lo que yo trato de que tomemos conciencia es que no es por el lado de las leyes por donde se tiene que ir ahora, que son necesarias, sí, pero no son suficientes. El machismo es una lacra estructural en la sociedad. Mientras sigamos construyendo machismo, lo vamos a seguir teniendo.
-Hasta en las prácticas más inocentes se produce.
-Totalmente. Cuando le regalamos una muñeca a la nena y un jueguito bélico a un nene, ya les estamos diciendo: “Vos tenés que cuidar, obedecer y ser sumisa”; “vos tenés que ir al frente, tenés que decidir las cosas, e incluso podés ser violento”. Hay que investigar las estructuras profundas de nuestra sociedad patriarcal para movilizar eso.
Pero hay un peligro que empecé a notar últimamente. Yo me pregunto: ¿hasta qué punto algunos apoyan estos movimientos “pour la galerie”? El capitalismo tardío en el que estamos viviendo es muy hábil para, a aquel que está resistiendo, hacerlo funcional. Tan pronto como te visibilizás mucho, podés ser atrapado.
-¿Se vacía sentido, pensás?
-Sí, es poner la careta. Caretearla. Y hay otra cosa importante, de la que tampoco se habla mucho, y es que la violencia de género tampoco es un problema de clase. Resulta que la mayoría lo vive siempre como si fuera de las clases bajas, cuando lo que pasa es que ellas lo pueden disimular, mientras que las altas tienen muchos medios para hacerlo. No te olvidés que los dos femicidios más rimbombantes de la Argentina ocurrieron en barrios cerrados.
Filosofía para sanar
-¿De qué hablaste en la primera conferencia?
-Fue en el marco del congreso, pero destinada a pacientes reumatológicos. Y para estar a tono con la gente que me fue a escuchar, fui a los estoicos.
Me pareció fundamental porque ellos, y los presocráticos en general, no son como la filosofía occidental en general, que es muy especulativa, es decir, solo concepto.
Como estaban muy contaminados por el conocimiento oriental, se preocupaban por el modo de vida. Por ejemplo, se preocupaban cuál es la mejor alimentación para cada uno.
Pero no como la medicina actual, que por razones obvias tiene que generalizar, sino en un trabajo personalizado, en donde se hablaba y se llegaba a un acuerdo entre médico y paciente: cada persona consideraba cuál era su necesidad, y en función de eso y de sus patrones éticos, intentaba hacer una obra de arte con su propia vida.
-¿Cuál fue el mensaje para los pacientes?
-Les dije: ‘Ustedes, hasta ahora, estuvieron escuchando a sus médicos. Ahora vamos a vernos a nosotros mismos, para ver qué podemos hacer cada uno de nosotros ante una circunstancia como ésta, el reumatismo’. Fue como una cámara cinematográfica que de repente cambia de perspectiva. Como un “hacete cargo”.
-Eso suena muy a autoayuda...
-No, no, por supuesto. Ojo: al médico hay que acudir, obviamente, porque no podemos perder el tren de la historia, desde ya, pero además tenemos que poner de parte nuestra. Y ya que decís la palabra “autoayuda”, por lo general, ella suele decir algo que está tomado de los estoicos: cuando estás ante un problema, lo primero que tenés que hacer es preguntarte si depende de vos cambiar eso.
Si depende de uno, a ponerse las pilas para solucionarlo; si es algo irreversible, como una muerte, hay que asumirlo y tomarlo con resignación. Pero no “resignación” en el sentido cristiano, de la culpa y el sufrimiento, sino “re-asignación”: darle un sentido nuevo a esto que me está pasando.
-¿Cuál fue la respuesta de los asistentes?
-Nunca me había pasado algo así. Hace 40 años que doy clases, y de ahí aprendí que con las personas hay que interactuar, aprendí a caminar entre ellos y verlos a los ojos. Me di cuenta que, si bien era interesante lo que estaba diciendo, ellos necesitaban algo más visceral. Por eso empecé a contar cosas de mi vida. Se terminó pasando todo el protocolo, porque pidieron que siguiera hablando y al final fueron a abrazarme con emoción y cariño. Es que no les hablé desde la teoría y la filosofía, sino desde el cuerpo.
-¿Qué le dirías a la Esther Díaz de 20 años?
-Le recordaría lo que enseña Wittgenstein: los hechos muestran mucho más que las palabras.