Estambul cuenta sus historias, muchas más que las de Las mil y una noches. Y como en la recopilación medieval, sus facetas surgen entrelazadas.
Recostada sobre ambas márgenes del Bósforo -el estrecho que divide Europa de Asia-, une dos continentes y tira su singularidad al viajero en la cara.
Muy occidental para ser asiática y demasiado oriental para ser europea, recupera en sus calles las vicisitudes históricas, culturales, las de los relatos fantásticos y hasta de la novela del 13 que hace furor en Argentina.
Estambul hechiza con sus contrastes, con el caos aparente como modo de vida, aunque con el correr de los días se comprueba que la maquinaria está muy bien aceitada; con la superposición de estilos y costumbres que hace que iglesias, mezquitas, palacios y sinagogas convivan sin ofender a nadie, mientras algunos andan de jeans, otros de bermudas y están los que lucen atuendos árabes como túnicas y turbantes. Eso sí, todos se descalzan antes de ingresar a un hogar y se cubren los hombros y las piernas para entrar a una mezquita.
El té de menta a cada rato, los dulces en puestos callejeros, como los choclos asados y los helados de leche de cabra, también los dátiles. El aroma a especias, es omnipresente. El azafrán -insuperable-, se transporta en el aire como los rezos a través de los parlantes 5 veces al día, y los gritos de los que ofrecen de todo a viva voz y en el idioma del que pasa. El tranvía rojo transita casi al ras de los pies en las pequeñas arterias de la zona céntrica más antigua, allí donde entre residencias y hoteles se encuentran los mayores tesoros urbanos.
Pero aquí es bueno caminar, andar dispuestos a sorprenderse con lo que el día depare. Entonces un vendedor de alfombras asegura que las suyas vuelan y logra que sonriamos. Acto seguido un té para la invitada que aún no se entera que es presa de la seducción turca, ésa que no acepta un no. Pero ojo hay que apurarse para aclarar que esos precios son para un argentino algo demasiado irreal; no queda más que decirle que no nos interesan sus mágicas alfombras y el hombre reacciona como si el desaire fuera personal. ¡Pero qué susceptible!
La escena se repetirá varias veces en el Gran Bazar, con lámparas (obvio de Aladino), con pashminas, cerámicas, sahumerios, cajas de especias y tanto más. El delirante espacio que cubre 64 calles parece transitar un presente continuo irremediable, onírico, en el que a modo de déjà vu, los pasillos se reiteran con parsimoniosa exactitud. Pero los precios cambian, el desafío es el regateo y jamás sonría, de seguro usted no ganó. Aquí se nace con oficio. Así lo demuestran los 20 mil vendedores que se desafían de puesto a puesto para cautivar al que llega con los ojos fuera de sus órbitas, o a guiarlo al menos, hacia alguna de las más de 20 salidas, porque luego de un par de horas el laberíntico mercado se antoja asfixiante.
Por las orillas del Bósforo de cara a los magníficos puentes, ya sea en el Cuerno de Oro o más adelante, el frenético trajinar de transportes públicos, autos suntuosos y carretelas muestra escenas orientales y europeas y ninguna encuentra identidad en aquellas. La gente desayuna, almuerza, toma la merienda o la cena en puestos de kebabs, en diferentes carritos con parrillas de pescado o berenjenas, pimientos y cebollas con algunas lonjas de cordero. El pan, recién hecho, la pastelería de aspecto de patisserie francesa -inmejorable la baklava- en un escaparate precario que se muda según la corriente humana.
El agua está todo el tiempo presente, no sólo en el mar, también en los acueductos que en tiempos de Roma y Bizancio se erigieron por allí. Hay palacetes a los que se accede en lancha y ferries que cruzan de un continente a otro por unos pesos. La Sisterna Basílica, de Yerebatán o Palacio Sumergido, habla de ese romance entre la urbe y el líquido elemento. Juntaba agua en días romanos para los palacios, hoy luego de bajar 52 escalones, las 336 columnas de mármol y sus bóvedas se reflejan duplicando su número y la fascinación. Hay agua debajo de los pies, notas clásicas en el aire y una dorada penumbra que deja ver la cabeza de Medusa, nada casualmente colocada al revés, por si las moscas.
La preponderancia de las aguas también se verifica en el Palacio Topkapi, la perfección de losacuíferos que abastecían a los edificios en tiempos del imperio Otomano, dan cuenta de ello. Las reliquias hablan de su poderío, y si se queda un momento quizá en el Harén o en los aposentos del Sultán, pueda oír a Sherezade recitar un cuento.
El agua purifica. Por ello, al ingresar a las mezquitas, los hombres se lavan cuidadosamente las manos, la cara y los pies. Las mujeres, disponen de espacios definidos, algunas cubiertas de pies a cabeza, de negro, apenas con las manos y ojos visibles; otras se limitan a tapar su cabello; están también las que lucen absolutamente occidentales aunque todas, incluso las turistas, deben ingresar con la cabeza tapada a los sitios de culto. De ellos, la Mezquita Azul es la que reviste categoría de imperdible. Decorada con fantásticos azulejos -20 mil- en los que se privilegia el color que le da nombre, con pisos alfombrados y lámparas gigantes, emociona. Fue levantada a comienzos del siglo XVII y tiene 23 metros de diámetro más otros 43 de altura. Aquí la paz no es una sensación.
Enfrentada, la maravillosa Haya Sofía (Santa Sofía) le pelea en grandiosidad. En realidad dicen que ésta era tan deslumbrante -iglesia católica- de tiempos de Constantinopla, que el Sultán quiso un templo magnífico para opacarla.Fue levantada por Justiniano en el 537, y desde aquellos días es un milagro que la cúpula permanezca en su lugar; columnas, pilotes y refuerzos varios a los largo de los siglos, se empecinan en mantenerla. Ella también es un relato material y maravilloso de esta ciudad. Uno más de esos que quizá Sherezade le narrara a Schariar para proteger su vida cada noche y ver el próximo amanecer.
Delirios turcos
Una multitud se mueve al unísono: unos hacia la peatonal, más allá hacia la Mezquita Nueva, otros y muchos otros, hacia el Bazar de las Especias. Un viaje al corazón de los sabores y aromas turcos, aviso: no hay retorno. Pilas de turrones de almendras, tabletas de caramelos a modo de jenga; hierbas aromáticas que cuelgan en ramos y especias que empalagan el olfato. Y el café, el aroma a los granos recién molidos hace entrar en un aletargado trance. Hay que degustarlo en los típicos bares en los que además se fuma narguile, con pastelería árabe y sucumbir.
Cenar bajo el puente, navegar por el Bósforo -que separa al Mar de Mármara del Mar Negro- y ver recortadas a contraluz las cúpulas y los minaretes; identificar el Palacio de Dolmabahce, la Mezquita Ortakoy, la Fortaleza de Rumeli, y más tarde caminar por el lado asiático hacia la Torre Gálata (1348) que permite una panorámica en 360°, son capítulos de una estadía en la Estambul de cuentos, o de novelas, donde alfombras voladoras, Aladino y su lámpara, Simbad el marino, Alí Babá y sus cuarenta ladrones, Sherezade la del libro, y hasta Onur, se vuelven realidad palpable en sus calles.