Podría decirse, sin eufemismos, que las elecciones presidenciales en Estados Unidos son eminentemente democráticas, mientras que las elecciones legislativas de medio término son eminentemente republicanas.
Esto es así porque cuando se elige un nuevo primer mandatario (o se reelige al anterior) la sociedad opta por aquel a quien siente más cerca de sus requerimientos y necesidades, pero como de las alternativas sólo se puede imponer una, la regla de la mayoría le da el poder presidencial al que saca mayoría de votos, de acuerdo al sistema norteamericano donde el peso de las provincias es tan o más importante que el del elector individual.
En cambio, durante las elecciones legislativas de medio término, lo que predomina es el aspecto de control al poder que maneja el Ejecutivo. Y esto se verifica porque la tendencia ciudadana en los votos presidenciales es la de acentuar las diferencias para que se imponga el más votado, mientras que en los votos legislativos de medio término, el ciudadano vota más pensando en los límites, inclusive de aquel mismo presidente que votó en el comicio anterior.
Se trata de una cultura democrática que se ha impuesto a lo largo de más de doscientos años de práctica permanente sin interrupciones aún en tiempos de guerra, donde las instituciones son más importantes que las personas.
Es así que aun cuando sea elegido un presidente como el actual, que tiende mucho más a la división y al conflicto que a la unión y el consenso, es el propio sistema el que frena las apetencias de poder, poniendo claros límites al personalismo cesarista que a veces está en el carácter del primer mandatario y que sin ese modelo de férreos controles, quizá podría expandir a voluntad, como ocurre en aquellos países donde los caudillos son dueños de la vida y la muerte de sus poblaciones.
El sistema presidencialista norteamericano tiene un mecanismo formidable de contrapesos que muy dificultosamente puede relativizarse porque se han ido forjando a lo largo de décadas de funcionamiento democrático bajo la modalidad republicana.
Un freno extraordinario es que si bien el presidente tiene posibilidad de una reelección, luego de cumplidos ambos períodos, dicho ciudadano no puede postularse a ese cargo nunca más en su vida. Eso hace que después de concluidos los mandatos autorizados, el expresidente ya no puede trabajar más para su retorno, entonces se ve obligado a mirar más la historia que la coyuntura.
La Corte Suprema de Justicia es otra magnífica institución de control ya que si bien sus miembros suelen ser de definidas connotaciones ideológicas para un lado u otro, su independencia es enorme y sus fallos son determinantes para evitar cualquier tipo de autoritarismo.
El peso de los Estados federales es enorme, como si cada uno de ellos fuera un país en sí mismo, unido a los otros por una especie de pacto consensual que se respeta en tanto se respete la más plena autonomía de cada uno de ellos.
Del mismo modo, la libertad de expresión es muy difícil de conculcar en un sistema político donde el periodismo es considerado una institución de contralor de inmenso valor cultural; tanto es así que cuando presidentes populistas como en el caso actual de Donald Trump, ubican a la prensa libre entre sus enemigos, lo que puede hacer para censurarlos es poco y nada; todo lo contrario de lo que suele suceder en otros países incluyendo muchos latinoamericanos, del cual Venezuela es un caso paradigmático.
En síntesis, que la vertiente republicana en defensa de las instituciones de control le pone un límite a los excesos demagógicos de la vertiente democrática. Pero no es que una frene a la otra sino que ambas se potencian en su pleno funcionamiento. Eso quiere decir que a más república más democracia en el sentido de mayor participación popular.
Y también al revés, a más democracia más república en el sentido de fortalecimiento institucional.
De ese modo, los hombres y las instituciones pueden actuar en libertad obligando cada parte a que la otra saque lo mejor de sí mismo, o al menos que no pueda expresar lo peor.