El Estado opresor

En la Argentina de los últimos tiempos el crecimiento del Estado se verifica básicamente en un mayor control del mismo sobre el ciudadano y sus libertades básicas. Es algo más que estatismo económico, es una creciente intervención en las decisiones indivi

El Estado opresor

El Estado constitucional moderno surgió para limitar el poder de los gobernantes y ampliar los ámbitos de libertad de los ciudadanos. A partir de la independencia de los Estados Unidos en 1776 y la sanción de su Constitución en 1787, durante el siglo XIX la mayoría de los países de Occidente sancionaron constituciones.

Constituciones que limitaban el poder del Estado, su injerencia en la vida de los ciudadanos y garantizaban las libertades, la propiedad, la vida de las personas, la igualdad ante la ley, el estado de derecho. Al fin y al cabo, el fundamento filosófico del Estado moderno es el contrato social de los hombres para terminar con la lucha de todos contra todos, de garantizar la paz y la convivencia en la sociedad.

Ese es el Estado limitado, encuadrado en la ley, organizado en la Argentina por la Constitución Nacional de 1853/60 y que, en su esencia, ha respetado la reforma constitucional de de 1994. Bajo esas normas constitucionales han existido gobiernos fuertemente intervencionistas en la economía y otros, por contrario, más proclives a estimular el libre funcionamiento de los mercados. Pero en todos los casos la participación del Estado en la economía y en la injerencia en la vida de los ciudadanos tuvo límites, la economía privada y las libertades civiles tuvieron un espacio razonable. Esta situación se ha modificado de manera sustancial en la última década.

Primero debido a las graves consecuencias de la crisis económica y política de 2001, luego como resultado de una política deliberada; eso que algunos intelectuales adictos al gobierno proclaman como el fin del Estado liberal burgués. Propósito explícito hacia donde apuntan los propiciadores de la reforma constitucional, además de la re-reelección.

En estos casos de cambios profundos en la organización económica del país, es bueno poner algunos números a consideración del lector.

Un indicador universalmente aceptado para verificar el avance del Estado es la relación entre el gasto público y el Producto Bruto Interno. En el periodo 1995/99 esa relación era del 32% y ha llegado al 47% a fines de 2011. Eso implica que la participación del Estado en el PBI aumentó el 48% en la década.

Correlativamente para financiar ese enorme gasto público la presión tributaria pasó de 20,8% al 36,5%. Estudios coincidentes destacan que la carga impositiva sobre las personas que pagan todos sus impuestos supera ya el 50%, esto es que la mitad de sus ingresos se la lleva el Estado.

Por cierto, tanto el gasto público como la presión fiscal han alcanzado los valores más altos de la historia argentina, cualquiera sea el criterio de medición que se adopte.

El gobierno nacional, también varias provincias, han re estatizado empresas que habían sido privatizadas y han creado otras nuevas. El común denominador es que todas ellas tienen enormes déficits, pero directores y cientos de funcionarios y empleados con sueldos equiparables a las denostadas multinacionales.

A esta avasallante intromisión del Estado en la economía, debe agregarse que numerosas empresas y sectores de la economía privada dependen de los subsidios discrecionales del Gobierno y de la fijación de precios.

El Estado controla todo el comercio exterior, decide qué se puede importar y qué no. Como una enorme variedad de bienes que los habitantes desearían comprar pero están prohibidos. Son los funcionarios públicos quienes deciden qué debe gustarnos y qué no.

El Estado ha decidido apropiarse de todos los dólares que ingresan al país, sólo él puede comprarlos, salvo contadas y controladas excepciones, con lo cual estableció en los hechos que los habitantes no pueden lícitamente salir del país, comprar productos en el exterior por internet, suscribirse a publicaciones, entre otras cosas. La AFIP, al igual que tantos otros organismos de control, en lugar de contribuir a una vida mejor de los ciudadanos, se la hacen cada día más difícil. El Estado se va convirtiendo cada vez más en el opresor de las libertades cuando su función es la de ser el garante de las mismas.

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