El Estado laico entre la realidad y la ficción

El Estado laico entre la realidad y la ficción

De vez en cuando nos encontramos en situaciones que nos obligan a pensar la compleja relación entre religión y política, Iglesia y Estado. Ha sido el caso de la querella iniciada por la APDH San Rafael contra la DGE para eliminar del calendario escolar ciertas efemérides particularmente incómodas.
 
Finalmente la Cuarta Cámara de Apelaciones en lo Civil rechazó la acción de amparo y el año próximo las escuelas festejarán a Santiago Apóstol y a la Virgen del Carmen de Cuyo como todos los años. Ante este tipo de circunstancias volvemos a preguntarnos ¿qué legitimidad tiene la laicidad como valor político? ¿Qué pretendemos decir cuando afirmamos que queremos un Estado laico? El contenido de este concepto merece una atenta discusión.

La idea de un Estado laico aparece en la historia estrechamente ligada al desarrollo del liberalismo. La Iglesia Católica no siempre ha tenido la misma respuesta ante esta filosofía. Desde un expreso rechazo manifestado, por ejemplo, en la encíclica Quanta Cura de Pío IX (8 de diciembre de 1864) hasta un reconocimiento de que en los frutos más preciados del liberalismo -como es la Declaración de los Derechos del Hombre- hay una raíz evangélica y cristiana. Este testimonio puede observarse en varios textos del magisterio eclesiástico en los últimos años; cito por ejemplo la encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII (11 de abril de 1963).

Actualmente la Iglesia asume que la "autonomía de las cosas creadas" (cfr. Constitución Apostólica Gaudium et Spes, Concilio Vaticano II) incluye el ordenamiento político y jurídico de una nación, que el llamado Estado laico comporta una ventaja para el ejercicio de las prácticas religiosas además de ser una garantía para el ciudadano que adhiere a un cierto credo.

Entiende que la libertad en materia de religión es un derecho civil que asegura un espacio personal en el que el Estado no debe entrar. Los límites de este derecho dependen de criterios exclusivamente políticos, no religiosos.

No es ninguna sorpresa que el catolicismo haya virado de la censura a la colaboración. Un recorrido por los enfrentamientos político-religiosos en Occidente durante los siglos XIX y XX nos muestra cómo los católicos han sabido aprovechar los beneficios de tales libertades. Por ejemplo, han podido sacudirse el yugo de un Estado filoprotestante (caso de Bélgica e Irlanda), han defendido las libertades civiles y políticas en favor de una nación (como es el caso de la liberación de Polonia ante el dominio de los zares rusos), por citar algunos ejemplos.

Éste es el camino recorrido por el catolicismo. Pero ¿cuál es la postura política ínsita al laicismo? ¿Qué significa vivir en un Estado laico desde el punto de vista político? Si acordamos en que la laicidad consiste en proponer y conseguir un orden político y jurídico que relativice cualquier principio religioso, deberíamos observar dos fenómenos concomitantes.

Por un lado sería ingenuo suponer que cualquier cultura y religiosidad es receptiva de este principio político. El laicismo requiere ciertas condiciones culturales, sociales y éticas que son patrimonio de la sociedad cristiana. Ni las sociedades asiáticas ni las comunidades islámicas -sin duda alguna- propician tal perspectiva política. En este sentido no podríamos ni siquiera haber pensado en un principio laicista si el cristianismo no hubiera preparado el terreno para ello.

Así las cosas, el hecho es curioso: una cultura religiosa propicia una cultura laica que a su vez relativiza el dogma y lo despoja de la condición pública que le es innata. Pretendemos que el laicismo se constituya en la fórmula que soluciona definitivamente el problema político-religioso en el caso particular del catolicismo. Pero ¿qué queda a un católico en un Estado laico más que ajustarse al margen que los procedimientos democráticos le asignan? Entonces ¿es el Estado laico la conclusión del drama político-religioso cuando el dogma exige una moral pública determinada?

El segundo fenómeno es el solapamiento del carácter dogmático de cualquier orden político. La disposición político-jurídica de una sociedad implica un dogma, una afirmación (en este caso respecto de cómo debe ordenarse una sociedad) que requiere ser formulada, interpretada y practicada. Incluso supone una cierta capacidad salvífica desde que se deposita en el Estado toda la confianza para que conduzca a la ciudadanía a la paz social y vele por la salud de todo el cuerpo político.
 
En este sentido, el principio laicista simula una asepsia ante la propia ciudadanía: pretende evitar cualquier tipo de contaminación dogmática cuando la misma sociedad está plagada de este tipo de afirmaciones. Este puritanismo político respalda una visión autorreferencial de la política, encerrada en sí misma, impermeable a la compleja trama de creencias que atraviesan lo social y lo cultural.

En síntesis, el ensayo del laicismo no logra superar obstáculos estructurales. Podemos continuar el discurso de la laicidad haciendo un acto de fe en su poder redentor y la capacidad de sus mentores para hacer milagros. O podemos recurrir al sentido común, deponer las armas y aceptar de una vez por todas que la religión católica fue, es y será una piedra de escándalo.

En este sentido, la sentencia del Tribunal -en el caso al que nos hemos referido al principio- es un signo de esperanza. Interpretaríamos muy mal el fallo si lo rotuláramos de integrista o galicano. Los jueces han evitado caer en la paranoia que genera el odio a una religión determinada y en la incapacidad de asumir las tradiciones populares y las identidades colectivas de una forma madura. Esto merece nuestro sincero reconocimiento.

Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de Los Andes.

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