Las instalaciones de los mundiales del nuevo milenio son como los aeropuertos del nuevo milenio. Cuando se entra en ellas, se pierde la noción de nacionalidad, la pertenencia. Son iguales unos a otros, sin bandera. Los estadios y los centros de prensa brasileños son como eran los sudafricanos, los alemanes, los japoneses.
Hagan la prueba: fijen la vista en la tele y busquen en la imagen alguna referencia que de la pauta que el partido se está jugando en Brasil.
En el Maracaná, por comenzar con el más emblemático de los escenarios, hay vestigios que quedaron cual piezas de museo, como un ingreso lateral, con rejas oxidadas y bombitas de luz que parecen haberse quemado en el 50 y jamás fueron cambiadas, pero es algo mínimo y excepcional.
El resto es un estadio modelo Siglo XXI, lo que implica techos blanco sintético, estructuras de metal, paredes de cemento alisado brillante y luz que penetra de día y hace de día las noches, sin sombras de los protagonistas sobre la cancha. El color está presente cuando no está el público, en butacas que se vuelven arte visual, y cuando está también, mezcladas las nacionalidades identificadas por las camisetas.
En el Fonte Nova de Salvador, el contraste es brutal. El estadio circular, monstruosamente alto, por supuesto blanco y plateado, parece haber bajado como un plato volador en medio de caseríos que pueblan las laderas bahiana y edificios apilados. Se ingresa a otro país al pasar las puertas, después de un recorrido apretujado y caótico. Al país de la FIFA.
Por lo menos, allí tienen garantizado que se seguirá jugando al fútbol, como en muchos otros escenarios. De hecho, cuando San Lorenzo vino a jugar por la Copa Libertadores contra Gremio, en Porto Alegre, en un estadio que no es mundialista pero parece, y contra Cruzeiro, en el Mineirao sí mundialista, parecía estar jugando en otro continente. No se sabe si esas imágenes se seguirán viendo, por ejemplo, en el Arena Pantanal de Cuiabá, en el Matto Grosso, que costó 245 millones de dólares y no tiene equipo en primera división.
A la mente viene, presurosa e inevitable, la imagen del estadio de Polokwane, en Sudáfrica, donde Martín Palermo convirtió su único gol mundialista, en el medio de la sabana africana. ¿Qué será hoy de ese estadio? Algo contó, en un informe reciente, publicado en La Nación, el periodista Jaime Velázquez: “Los diez elefantes blancos del Mundial cuestan al menos 7 millones de dólares al año a las arcas públicas. Sólo el estadio de Soccer City de Soweto, en Johannesburgo, es económicamente viable”. Pero tan impactante como las cifras fue una conclusión conceptual a la que llegó: “La sensación es la de estar pagándole la fiesta a un invitado de gustos demasiado exquisitos. Y en la casa del pobre, las fiestas no se celebran con champán”.
El invitado exquisito, claro, es la FIFA, que en algunos sitios, no en todos, se convierta más en gestor gobernante. En Sudáfrica, por ejemplo. Allí, tomó el mando de las obras cuando comprobó que no llegaban y las carreteras, hay que decirlo, se convirtieron en la principal vía de comunicación entre una ciudad sede y otra, penetrando desde el Sud a África, como una metáfora del paisaje que se veía desde Ciudad del Cabo hasta Polokwane, pasando por Johannesburgo.
En Japón y en Alemania no fue necesario, ni se lo hubieran permitido.
Fueron, esos dos, los Mundiales de los trenes, ultraveloces y precisos hasta la exageración.
Brasil, que no se dejó invadir como Sudáfrica y no tiene la infraestructura ni de Alemania ni de Japón, quedó limitado a una logística aérea. No hay manera de ir de una sede a otra que no sea en avión. Ocho horas en auto tardó el colega Ezequiel Fernández Moores para cubrir los 442 kilómetros entre San Pablo y Río, y unas once Rama Pantarotto para hacer el viaje de 438 km sobre cuatro ruedas desde Río hasta Belo Horizonte. Los aeropuertos, en el caso de Brasil, no son del nuevo milenio. Funcionan, aún sobados por el uso, pero estética y estructuralmente se quedaron en los 60’.
Para respirar el Mundial del país FIFA además de en los estadios, en el sentido específico del término y no en el ambiente, hay que tener credencial y meterse en las salas de prensa, que desaparecerán como por arte de magia el 14 de julio o al día siguiente que cada estadio deje de ser sede. Carpas como esas de los casamientos de lujo, que se arman en medio del parque pero aquí están junto a los estadios. Todo allí huele a auto nuevo. Y debajo de las alfombras que siempre parecen recién pegadas, al caminar sobre ellas, se advierte el piso montado debajo, madera que suena hueco ante las pisadas, como baldosas flojas que no salpican.
Largas mesas blancas de trabajo cortan esos lugares transversalmente, con cables habilitados para la mejor conexión a Internet (a veces), con paredes tapizadas de lockers de un lado, el comedor al fondo y la salida para los sectores de prensa dentro del estadio en el otro. Punto de encuentro con colegas de infinidad de nacionalidades, puntualmente, cada cuatro años la tertulias se arman, inevitables, chapoteando idiomas.
Los que más extraños se sienten, contaba en una columna el prestigioso Juka Kfouri, son los propios periodistas brasileños, que al finalizar su jornada de trabajo se pierden por unos segundos, hasta que comprueban que deben volver a sus casas y no a un hotel.
Para los argentinos, la sensación no es exactamente igual, pero se le parece: un Mundial, para ser un Mundial, tiene que ser lejos. Y Brasil está acá nomás. Basta salir a la calle, caminar por Copacabana, por ejemplo, y creer por un momento que se está caminando por la rambla de Mar del Plata.