Hay cosas difíciles en la vida: escalar un edificio o un monte pelado valiéndote sólo con las manos; entender un texto en arameo básico, rascarse la oreja con el talón. Sí, hay cosas muy difíciles en este andar por la vida. En lo cotidiano también hay circunstancias difíciles, por ejemplo, que el micro llegue a horario; cruzar la calle cuando está llena de charcos; eludir paraguas en días de lluvia.
Pero si hay una cosa realmente difícil es encontrar estacionamiento en pleno centro. Los “guitudos” que pueden pagarse una playa no tienen tantos inconvenientes, aunque hay playas que están atiborradas de autos. Hablo de aquellos que no quieren invertir tanta plata en dejar parado el auto y buscan algún huequito entre las hileras de vehículos estacionados en las calles.
Dan vueltas y vueltas y tal vez gastan en combustibles lo mismo que les saldría la playa, pero se empeñan en dejar su vehículo estacionado en la calle, entonces buscan y rebuscan, se pierden valiosos minutos de vida para dejar parado aquello que los mantiene en movimiento. Pueden dar decenas de vueltas a la misma manzana hasta que a alguien de los ya ubicados se le ocurre abandonar su lugar de privilegio.
Algunos tienen cábalas, se dicen palabras extrañas, tocan bocina sin necesidad (lo que hace cualquiera que maneje) dicen palabras que para ellos son mágicas para que aparezca un hueco y cuando ven que alguno de los otros autos hace algún movimiento, creen que tienen solucionado el problema y se alegran, se alegran más de lo que el hecho merecería, se alegran de cuerpo entero. Pero resulta que el tipo no estaba tratando de salir sino de entrar mejor y lo que era una posibilidad se diluye en el mar de la frustración.
Pero puede darse que encuentre un lugar que él cree adecuado para instalarse. Que él cree adecuado. Hace tanteos con la mirada, mediciones visuales a ver si el espacio que aguarda es del talle de su coche. Pero se da cuenta que es del talle pero apenas del talle, que no le sobra nada, entonces comienza una serie de maniobras para ubicarlo, que las que hacen transpirar en pleno invierno. Entra y sale, entra y sale, cambio, acelerador, freno, cambio, acelerador y freno, hasta que por fin logra encajar el auto en el espacio liberado. Entonces frena para iniciar la aproximación, porque no es más que eso: una aproximación, aproximación que detiene el tránsito y provoca que los que deben parar la marcha por su oportunidad de estacionarse hagan estallar las bocinas como cuando el equipo de fútbol de sus sueños sale campeón.
Hace prolija su tarea como para que esté lo más cerca posible del cordón y no tocar, ni siquiera rozar a los que están estacionados delante y atrás porque el mínimo roce puede provocar trifulcas ciudadanas de gran porte. Y se baja satisfecho de la tarea cumplida como si le hubieran otorgado el premio Nobel del estacionamiento. Con la novedad lamentable para él que al bajarse se da cuenta que ha estacionado donde el cordón está pintado de amarillo.
Qué manera de acordarse de la madre de alguien, de cualquiera, de cualquier ser anónimo, porque va a tener que sacarlo de lugar y comenzar la ceremonia otra vez.
Es una situación que ocurre cientos de veces. Los psicólogos deberían tener tratamiento para las personas que se ven frustradas por no poder estacionar en el centro. Sería un bien para toda la comunidad automotriz y deberían cobrarnos como los tarjeteros, por hora de consulta.